La banalidad en las cosas que nos valen madre.
- Inspirado por Francisco Asencio.
- 10 ene 2017
- 4 Min. de lectura
Era un martes en la mañana, o tal vez un miércoles. Trabajo en un despacho, y tenía que estar a las ocho quince de la mañana en un lugar perdido de Dios llamado las Juntas Locales de Conciliación y Arbitraje, el lugar que todo abogado teme, pero por alguna razón, termina ahí. Lo bueno de trabajar en donde lo hago, es que con el tiempo aprendes a amarlas; te vuelves otro más del montón que se conglomera en la entrada, prendiendo cigarrillos y quejándose del clima, sin importar cómo esté.
Mi jefe, el Supremo Líder, Don Juan Francisco Asencio Dávila, me había pedido que llegara a su casa a las 7:30, por lo que tendría que poner el despertador a las 6:00 para levantarme a las 6:15 y salir de mi casa a las 7:00. Pero por razones que tal vez cualquiera desconoce, especialmente yo, el despertador sonó y sonó, con una canción pedante que tanto odio y que por loco la puse de ringtone, y no me levanté hasta las 7:00. Abrí los ojos, llenos de lagañas y con una placentera sensación de descanso, sabiendo totalmente que ya la había regado. Prendí mi celular, y el mensaje de mi jefe, el Supremo Líder, decía que mejor nos viéramos directamente en las Juntas. No sentí alivio, ni siquiera me emocioné. Me encontraba en un estado alterado de consciencia más grande que cualquier otra sensación, incluso aquella que viene cuando te das cuenta que no lo has arruinado todo.
Manejo con cuidado, tomando de mi café con una mano y con la otra esquivando a los conductores que aún deambulaban en sus sueños en su propio vaivén de bostezos. Tras cuarenta minutos de camino, llego a mi destino, con un frío que me hace arrepentirme de no haber traído mi chaleco del Mago Miguel. Me estacioné a las 8:00, y caminé media cuadra, aún sintiendo el olor a cafeína proveniente de mi aliento. No había desayunado; tenía la esperanza de hacerlo más tarde. Caminé entre la gente desvelada; tenían rostros decrépitos y juraba que más de uno caería al suelo en cualquier momento. Vi a mi jefe en donde tendría que ser la audiencia, esperando a la presidenta auxiliar, cuya función principal es hacerle la vida de cuadritos a los abogados con una burocracia inservible que caracteriza a los funcionarios públicos que trabajan en las dependencias de gobierno. No todos son así, pero aquella señora era la ejemplificación perfecta de una reverenda desgraciada. Nos había citado a las 8:15, pero no llegó sino hasta las 8:40, así que los citados a la audiencia de las 8:30 ya estaban formados detrás de nosotros, y los de las 9:00 comenzaban a llegar.
En ese lapso, decidí acomodarme el nudo de la corbata, y debajo de éste, sentí una pequeña hendidura en el centro. Una duda se abalanzó en mis pensamientos de ocio, y sin pensarlo, me acerqué a mi Supremo Líder y le susurré al oído, cuestionándolo de la existencia de eso. Él lo llamó la sonrisa, un doblez que se hace en las corbatas dependiendo del nudo que le hagas, con una utilidad que ni él sabía el por qué estaba ahí.
Ahí fue cuando a ambos nos golpeó una duda, ¿por qué existen cosas tan banales y a todos nos importa un comino si están ahí o no? La sonrisa en la corbata que hace que aparente estar hecha con suma delicadeza. Los adornos en las vajillas, de los cuales nuestras madres se sienten orgullosas. Las aplicaciones en el celular que no tienen trascendencia en nuestras vidas, pero por malicia de los programadores, no podemos borrarlas. Los pequeños adornos en las copas y vasos de vidrio. El cuello de los sacos y la absurda cantidad de botones que están pegados, sin poderse utilizar. O el pañuelo engrapado al bolsillo del pecho, el cual ni para secarse el sudor funciona. Las costuras en los balones, los orificios en los cinturones, los dobleces en las camisas. Incluso los lunares en nuestro cuerpo, o lo poblado de nuestras cejas. Y no me hagan empezar por los inútiles meñiques.
Hay un sinfín de cosas en nuestro día a día que están ahí puestas, por arte de magia, sin que sepamos que hay una razón de ello. Y fácil podría hacer una tesis de la función de cada una de ellas, refutada y hasta citada en formato APA. Pero la realidad es que a todos nosotros nos vale madres si nuestro saco tiene un botón más o menos en la manga, si la corbata tiene una sonrisa, si nuestro zapato tiene un pequeño adorno invisible al ojo humano, o si la camisa tiene una costura única y especial.
Pero, ¿qué sería de nosotros si un día despertáramos y no tuviéramos esas ridículas cosas? Si camináramos de un lado a otro por la vida, poniendo nuestro pie frente al otro y moviéndonos rimbombantes por los caminos, sabiendo, o en el caso de muchos, ignorando que nuestro cinturón tiene un orificio menos del que debería tener, o que el negro de nuestros zapatos no es el negro que se acostumbra.
Igual y muchos, al darnos cuenta de éstas faltas, caeríamos en una inmensa locura que nos arrastraría hasta el fondo de nuestro ser, halándonos de los talones y haciendo que perdamos las uñas en el afán de sostenernos del suelo, para así evitar perder nuestra última esperanza de la cordura, de la perfección. Y sin duda yo sería de aquellos que seguirían caminando, con una sonrisa en el rostro y sin un solo pensamiento en la cabeza, ideando que todos estamos en orden, un orden simétrico y exacto. Por al final, soy uno más de los que simplemente les importa un comino esos pequeños detalles.
Excepto la sonrisa en mi corbata. Esa sonrisa hace que mi estilo se vea elegante, a pesar de tener el cabello más largo del que debería, junto con barba desaliñada y unos zapatos que se verían más presentables con una buena boleada. Pero podré estar en bermudas y sandalias, incluso con la camisa rota. Pero eso sí, si mi corbata tiene una sonrisa, seré más elegante que cualquier abogado que ronde la ciudad, siendo esa la única utilidad que me importa.
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