La noche en que dejamos de ladrar
- Juan Carlos Orozco
- 15 ene 2018
- 6 Min. de lectura
Las hojas no crujen allá en los árboles, en las partes donde las narices no se atreven a enterrarse sobre la tierra ni en la orina de otros animales. Lo que se mueve por los caminos de alzados o entre los pasos de venados no tiene la pestilencia de la de bestia que generalmente buscamos, y al parecer tampoco emite sonidos conocidos por nuestras orejas.
Los pájaros fueron los primeros en guardar silencio.
La primera noche supimos mis hermanas y yo que algo sonaba entre las sombras, las mismas que se hacían de día y de noche. El viejo no se ha dado cuenta de nada, ya lleva su tiempo andando de sordo y casi ciego, pero a él también se le ve inquieto, y como nadie se atreve a despertarlo para preguntarle ―porque él es el que más años se le olía en el rabo―, estamos fingiendo que no pasa nada, y por eso yo soy la única que ha salido de su cama.
Nadie sabe cómo llegó el viejo. Sólo recuerdo que yo ya lo había conocido más joven, con la misma sordera y la cara larga, apenas pudiéndose mover por el peso de la vida. Cuando lo conocí olía a que ya se iba a ir, de ese olor que tienen los roedores que matamos mis hermanas y yo, o el de los pájaros que se aflojan el cuello cuando impactan contra la casa. Ese olor que nace en el aliento y que pocas veces se va dejándote caminando.
Y el viejo tiene sus reglas. Nadie puede dormir donde él lo hace, ni mucho menos comer antes que él. Y sin duda cualquiera puede enfrentarlo y quitarle el poder que se carga en sus hombros, pero todas conocemos las reglas: el poder es de quien lo defiende, y mientras el viejo pueda pararse y soltar mordiscos y quejidos, ninguna de nosotras le diremos lo contrario. Y eso que a la negra no le gusta que el viejo la regañe, pero se deja. Al final, después de intercambiar palabras, se va y le deja que haga lo que quiera con ella. Y era curioso, porque nosotras, a excepción de la niña, nunca hemos conocido a otro macho que no pidiera montarse en nosotras. Por eso el viejo también se respeta, porque nos ve como hermanas a su manera.
Incluso en las noches anteriores, de esas que ya han sido de muchas noches atrás, de esas que le han precedido amaneceres y atardeceres, cuando una de nosotras falta a la hora de dormir, el viejo nos busca. Nos grita desde su casa y pide que regresemos, o que al menos lo llevemos para que conozca a dónde vamos. Porque eso sí, nadie conoce el bosque como el viejo.
Algo curioso es que hay una parte de la casa, allá a lo lejos, entre un montón de piedras: un olor que cuando llegué juré que era el del viejo. Pero como el viejo no oye, no podemos preguntarle.
Después los grillos también guardaron silencio.
La negra es la que nunca duerme y siempre hace guardia, pero lo que se movía entre los árboles y crujía las ramas era algo nuevo para ella, quien a su vez es la más joven. Y eso que no duerme, pero desde que los sonidos y olores comenzaron a escucharse hoy a lo lejos, ella finge hacerlo, y eso que es la más valiente.
La más valiente al menos del momento, porque antes de ella había otra, la nueva, que es la mamá de la niña. La nueva me salvó un día de los coyotes, a quienes antes les decía salvajes. Antes no había salvajes, nos dijo el viejo. Pero yo ya los había visto. Iba con la nueva y uno de los alzados por las veredas, cuando los vimos. Y ellos nos vieron. El alzado me sostuvo con sus manos, mientras yo intentaba descifrar el olor de aquellas cosas. No fue hasta que el viejo me contó que eran como nosotros ―en aquél entonces hablaba más y se movía menos―, pero que mataban sin miedo a cualquiera. El viejo balbuceaba que le tocó perseguir a más de uno, que de uno en uno no hacen más que escapar. Y los que yo vi eran dos. Y los volví a ver, después de muchas idas al bosque y pasar de soles y lunas. Me salí, porque antes acostumbraba escaparme de la casa a escondidas del viejo y los alzados. Me fui con la nueva, antes de que se fuera tan así como había llegado, y corrimos por los caminos que no conocíamos. Y ahí estaban, varios de esos salvajes con colmillos más grandes que los del viejo. Y me atacaron, tan así que me mordieron la pierna. Todavía tengo la marca de sus dientes. Pero la nueva me salvó: corrió hacia ellos y se bañó con su sangre. Jaló de su carne y volaron sus pelos. Su pecho estaba ensangrentado. Como pudimos regresamos y los alzados me curaron. La nueva siempre nos cuidaba, ella era la que gritaba por todos lados, espantando a los ruidos y correteando a los aires. Pero un día se fue, así como siempre se iba, sin regresar a despedirse. Todavía cuando salgo al bosque busco su olor en la tierra, y hasta ahora pienso que tal vez está con esos ruidos raros que salen del bosque.
Y aunque noches después los salvajes, que ahora sé que se llaman coyotes, empezaron a gritar por todo el bosque. Se oían en un extremo de los árboles con sus cantos y después en el otro, y el miedo hacía que me doliera la mordida. Sabía que me buscaban.
Pero ahora también los coyotes han guardado silencio.
Y la negra no tardó mucho en convertirse en la vigilante, porque todos tenemos un papel en la casa. La negra vigila que todos hagan su trabajo, y también juega con la niña, que es poco más grande que ella. La niña persigue a la negra y la negra persigue a la niña. Ambas compiten por los cariños de los alzados.
Lo que hace la niña es cuidarnos en las noches de lo que haya afuera. Ella baja hasta los bordes de la casa y grita al bosque, porque también ha estado escuchando. Y en estas últimas noches, ha escuchado que no se escucha nada, más que el crujir de lo que sea que se mueve entre las sombras, las mismas que están de día y de noche. Y mientras la negra nos cuida adentro, estando despierta, la niña se pasea, espantando a lo que sea que se haya llevado a su mamá.
Por primera vez, los humanos también se quedaron callados.
Yo no soy dominante, a pesar de ser la segunda más grande. Estoy segura que cuando al viejo lo metan en la tierra yo seré la más sabia. También conozco el bosque, casi tan bien como lo conoce el viejo. Pero no juego con las niñas ni peleo por el cariño de los alzados. Yo sigo al grupo, si alguien grita, yo grito más fuerte. Si alguien corre, yo vuelo. Lo que haga el resto lo hago yo. Si la niña comienza a gritar más duro contra la oscuridad, yo bajo y grito con ella, y eso trae a la negra. Y si baja la negra, yo subo para cuidar que no caminen entre la casa y se metan con los alzados. Pero no busco que los alzados me traten diferente, yo sé que la negra será la líder cuando el viejo esté con piedras encima, como los demás olores que están cubiertos a lo lejos de la casa.
Pero esta noche los ruidos se están acercando, y es lo único que se escucha es su proximidad. Sus olores brotan de lo que sea que cubra su carne, y casi puedo sentir su jadeo. La negra finge estar dormida, temblando de miedo por lo que se acerca. La niña ha preferido estarse en su casa, sabiendo que se está acercando el ruido, y el viejo duerme en su cama. Yo soy la única que está despierta, sin despegar los ojos y las narices del ruido incesante que no deja de jalar de mis orejas.
Y ahora me doy cuenta que lo que siempre retumba en las montañas es el ladrido de los demás perros. Pero esta noche hemos dejado de ladrar.
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