El momento finito o la oscuridad del olvido
- Juan Carlos Orozco
- 4 sept 2017
- 14 Min. de lectura
I
Berónica Carranza toma su pequeña libreta específicamente acomodada en su buró y apunta, como todas las mañanas, su primer pensamiento del día. Hay veces que lo que escribe es el sabor de su boca que tiene al despertarse ―que suele variar dependiendo de lo que hizo en la noche: puede ser a cigarrillo o a cerveza con jugo de tomate― o la trama de sus sueños, incluso de los eróticos. Por ejemplo, lo que apunta aquella mañana en su libreta de aparentes hojas interminables es el título de la botella de vino que tomaba en el Sena en su sueño, al igual que el sabor afrutado de las uvas y lo crujiente de los aperitivos que degustaba, mientras que un hombre le cantaba y le sobaba uno de sus senos.
Berónica tenía que apuntar cada aspecto de su día, especialmente lo cotidiano: las cepilladas que tenía que darse a la hora de lavar sus dientes para tener una limpieza eficaz, las zonas en donde era importante ponerse crema tras bañarse, los estiramientos de ciertas extremidades para evitar torceduras y la manera en que cada pie debe de ir frente al otro de acuerdo al tipo de zapatos que tuviera puestos. Toda esa información estaba apuntada en cierto apartado, el instructivo del día a día. En cambio, para saber lo que tenía que hacer en el día, la abría en la página del día anterior para ver si había hecho ciertas cosas, como haber puesto a lavar la ropa, si ya había hecho los pagos correspondientes de alquiler y servicios del departamento, o si había que darse una vuelta por el supermercado y hasta para saber en qué día de la semana se encontraba. Una vez apuntadas las primeras actividades de la mañana, partía a su trabajo como maestra de literatura mexicana en la UNAM ―no sin antes consultar cuántos escalones había en las escaleras―, misma que se encontraba a unas calles de su departamento, que estaba relativamente cerca de la facultad de filosofía y letras ―lamentablemente el olor a marihuana no llegaba hasta su piso, pero sí a la calle. Y siempre antes de dormir tenía la costumbre de repasar todos los acontecimientos, para que al día siguiente tuviera cierta idea de lo que había que hacer y de vez en cuando sonreír por las cosas bellas que le sucedieron.
Si en su corto caminar Berónica se encontraba con algo que le llamara la atención, sacaba la libreta de su bolso y escribía lo que veía: un joven caminando erguido, un perro orinando en un árbol o una mujer abriendo su puesto de comida. Si escuchaba las palabras de las personas y éstas le gustaban, las transcribía. Podía ser una recomendación de una película, un consejo de vida y hasta una mentada de madre al presidente o al transeúnte.
Al llegar a la universidad, tenía que ver su libreta, en la sección de instructivos, para recordar qué salón era y de qué temas había hablado la sesión anterior. Observaba qué comentarios habían hecho sus estudiantes, cuáles valía la pena escuchar y a cuáles era mejor callarlos. Se sentaba y pasaba lista: primero el nombre y luego a sus apuntes, nombre y apuntes, hasta pasar por los cuarenta y un estudiantes. Volvía a revisar su libreta y veía el plan de estudio de la asignatura. Pasaba por los nombres de los grandes escritores que habían dejado su huella en el país, desde los grandes del siglo XIX hasta los más modernos de la primera mitad del siglo XXI. Esa sesión tocaba hablar de Juan Rulfo, así que comenzó con el prólogo de Octavio Paz en Pedro Páramo. Y a pesar de centrarse con suma habilidad en lo que correspondía al escritor, no pudo contenerse a maravillar a Paz. Dichas palabras ocasionaron que una pequeña mano se alzara entre la concurrida audiencia. Y aunque Berónica forzaba la vista e intentaba traer a sus labios el nombre que le correspondía a ese rostro, por más que trabajaba en sus pensamientos, ninguno destacaba sobre los demás.
―Sí. ¿Nombre? ―pronunció con su voz en un tono autoritario.
―Alina Lomeli, Doctora. ―dijo con un timbre casi inaudible.
La joven le debatió la habilidad de Paz a comparación con Elena Garro, escudándose en la crueldad del Premio Nobel expuesta en sus cartas a ella. Berónica no hizo más que asentir a sus palabras, en un silencio sospechoso que inundaba el aula: nadie se atrevía a hablar de algo que no fuera de literatura en su clase. Cuando Alina terminó de exponer sus razones, Berónica hizo ademanes con la mano con una sonrisa y destacó algunas obras de Garro, diciendo que su cuento, “El niño perdido”, era el mejor cuento mexicano del siglo XX. Sin embargo, no podía compararse la personalidad de un escritor con su obra, trayendo a colación otros ejemplos de la época, como Hemingway o Borges y sus posturas tan polémicas. Terminado esto, Berónica subrayó el nombre de Alina en la lista y prosiguió con su clase.
Terminada la sesión, la joven se acercó a Berónica. Traía consigo un pequeño libro entre sus manos y al hablarle a su profesora la voz le temblaba.
―Doctora ―le dijo―, ¿conoce a este autor? Su nombre es Juan Carlos Orozco. Hace unos meses ganó un el premio Cervantes ―Alina estiró el libro y se lo entregó a Berónica―. Este libro lo tenía mi papá allá en Guadalajara, y toda mi vida lo vi acomodado en su estante. Pero hasta ahora me doy cuenta que es el mismo escritor.
Berónica tomó el libro e intentó recordar el nombre del autor. Incluso dio una vista rápida en el plan de estudio para recordar el nombre de todos los escritores mexicanos contemporáneos que, para su juicio, valían la pena. El suyo no estaba, y eso la hacía sentirse incómoda; debería saber algo de aquél hombre.
―Nunca había escuchado hablar de él ―le respondió la Doctora Carranza.
―Hay una parte que me gustó especialmente. Es algo que dice usted con frecuencia en las clases, mire, deje se lo leo.
“Antes trataba a los libros como tesoros, ¿sabes? No los arrugaba, no los rayaba. Quedaban intactos ante mi paso. Ahora entiendo que los libros son para usarse, para dejar mi huella en ellos y toda mi presencia. Si me gusta algo, lo subrayo. Y hay dos tipos de lectores: los que leen por leer y los que leen y a mitad de la página, a pesar de estar en la parte más emocionante, se levantan, buscan algo para subrayar y delinean lo que les gustó. Si me gusta algo de una página, le doblo la esquina superior si está en la parte de arriba, o la inferior si está en la parte de abajo, tampoco voy a subrayar la página entera. Simplemente no puedes no rayar los libros. Y cuando esté vieja, veré mi librero en donde yo ya habré leído todos ellos. Y tomaré el que sea y lo voy a abrir, y en la primera página veré el lugar y la fecha en donde lo leí. Y abriré ese libro en cualquier página y veré lo que subrayé. Eso es hacer los libros de uno, es hacer de un libro otro nuevo, es hacer tu libro. Es hacerlo tuyo.”
Berónica permaneció en silencio. Intentaba hurgar en sus pensamientos para encontrar el origen de aquellas palabras. Pero por más familiar que aquella situación se le hacía, no lograba darle pies ni cabeza. Apuntó el nombre del autor en su libreta con un signo de interrogación y le prometió a su estudiante tenerle una respuesta más concisa la próxima semana.
Salió de la universidad ya de noche, no sin antes pasar por algunas librerías en la búsqueda de este autor tan desconocido. Nadie sabía quién era, y los pocos libros que se vendían ya se encontraban agotados. Derrotada caminó por las calles, cargando una bolsa de libros con autores recomendados por su círculo de lectura, entre los que destacaban Philip Roth y Juan Pablo Villalobos.
En una de las calles aledañas a su casa escuchó música que le recordaba a su juventud, algunas pistas de los Beatles y el dulce aroma del vino tinto. Arrastró sus cansados pies e ingresó al local, quitándose los lentes y guardándolos en su bolso. De pronto se sintió distinta, como si hubiera regresado treinta años al pasado, cuando deambulaba por unas ciudades que ya no son las mismas. Un impulso tiró de su carne y la atrajo a la barra, en donde una copa la esperaba pacientemente a que posara sus labios y bebiera de su cuerpo.
II
La siguiente mañana, Berónica Carranza no sabía quién era. Abrió los ojos y con sus pequeñas manos tanteó el buró buscando su libreta, ansiosa de escribir lo que había soñado, pero no la encontró. No estaba dentro de los cajones ni debajo de la cama. Y mientras la histeria reptaba por sus pensamientos, notó que había alguien al lado de ella. Volteó la mirada y vio que la saliva de él escurrir de su boca, con una mano colgando fuera del colchón y con la otra apoyada en la almohada de ella. Intentaba recordar de dónde conocía a aquel hombre y especialmente la manera en que había ingresado a su habitación. Pero sin su libreta no lo haría, no encontraría la manera de pasear por sus recuerdos por sí misma. Lo despertó mojándolo con un vaso de agua y le ordeno explicaciones, y el sujeto enfureció de tal manera que la insultó. Tomó su ropa y todavía lanzándole injurias, salió de la casa a medio vestir, mientras que Berónica lo perseguía cuestionándolo, rogándole respuestas que nunca llegaron. “Probablemente él tampoco sabe quién es”, se dijo.
Exploró el departamento, sintiendo que lo conocía de algún lado, hasta que cayó en cuenta que era el suyo. Veía sus libros acomodados en los libreros y notaba que tenían nombres de ciudades: París, Washington, Guadalajara, Nueva York, Ciudad de México, Ottawa, al igual que una gran variedad de fechas: 2010, 2015, 2034, 2019. Y la letra, ella sabía que era la suya. Sabía que esas curvas provenían de sus muñecas y los signos de la presión de sus dedos. Abría las páginas y notaba lo subrayado de sus libros, sin importar cuál fuese, y también sabía que eran suyos. Recordaba las palabras y los recuerdos la iluminaban. De pronto tuvo a la joven Alina en su cabeza, y a sus estudiantes, y a su aula. Los tuvo a todos, pero no el día que era ni la ubicación de la universidad. Buscó entre las habitaciones de su departamento su ropa y se puso lo primer que veía. Pensó en ponerse algo de maquillaje antes de salir allá afuera, pero no sabía qué tanto labial o sombras tenía que ponerse. Tampoco sabía cuántas pasadas del cepillo de dientes eran las correspondientes, ni las talladas de jabón para limpiarse correctamente. Su cabello apestaba a cigarrillo y a alcohol: el olor de la resaca la abrasaba.
Como se dio a entender, se aseó y salió del departamento. No sabía cuántos pisos tenía que bajar ni cuántos escalones había en cada uno. Y una vez abajo, el miedo de las calles la alarmó. Presentía que iba tarde a su clase, y a pesar de ver relojes en todas partes, no recordaba cómo leerlos. Hurgó en su bolsa un cigarrillo que le calmara los nervios, pero no supo de qué lado tenía que ser fumado, ni mucho menos cómo funcionaba un encendedor. Esa mañana el olor a marihuana de la facultad de filosofía y letras sí llegaba a su departamento, y Berónica pudo haberse guiado por eso, pero incluso había olvidado a qué olía.
Se dedicó a caminar. A caminar sin ver a dónde le llevaban sus pies. Caminó desde que el sol salía hasta que la noche llegaba. No recordaba si esa sensación que le quemaba el estómago era del miedo, o si el que sus piernas le temblaran era por el cansancio. Lo único que en ese momento sabía era que tenía que dejar de caminar, ya que las ampollas comenzaban a sangrarle.
Se sentó en la acera, cada minuto que pasaba se hacía más de noche. Tenía frío por el sudor en su cuerpo y las personas a su alrededor tenían rostros más sospechosos que la miraban desde sus hombros con lástima. Comenzó a llorar incontrolablemente, pensando en su libreta, su fiel compañera que siempre le había dicho qué tenía que hacer en cada momento del día. La que tenía instructivos para las emociones, los altercados, las discusiones y hasta para las necesidades fisiológicas. La que incluía las características de sus mejores amigos y de las opiniones relevantes del momento. Lo único que en ese momento reconocía en sus pensamientos eran sus preciados libros, cuyas palabras subrayadas seguían marcadas en su mente. Eran sus libros lo único que la tenían cuerda, hasta cierto punto.
―Te he estado siguiendo, Bero ―dijo una voz entre la noche―. Eres, Bero, ¿no? La Doctora Berónica Carranza, la profesora de literatura mexicana en la UNAM, la aclamada académica.
Berónica levantó los ojos piadosamente. No podía ver con atención los ojos de su interlocutor, pero reconocía un poco la voz cansada que emanaba. El hombre traía consigo una bolsa de plástico con unas botellas de vino tinto y carnes frías.
―Perdón, pero no me acuerdo de ti ―respondió ella, sonándose. El sujeto se acercó a ella y le tendió la mano, invitándola a levantarse.
―Estamos cerca de mi casa, ya es muy noche. Ven.
Ella se levantó con dificultades y caminaron juntos por la acera no más de cinco cuadras y entraron a una casa rodeada de árboles. “Estamos en Coyoacán”, dijo el tipo, “lo sabes, ¿cierto? O, ¿sabes qué es Coyoacán?”. Berónica optó por permanecer en silencio, observando sus pasos.
Entraron a la casa y la luz del pórtico pudo alumbrarle el rostro a su acompañante. Su barba estaba manchada de canas y sus pestañas destacaban sobre sus ojos. Se veía cansado, como si toda la vida se la hubiera pasado saturado de la vida misma. Atravesaron una serie de puertas hasta que bajaron unas escaleras y permanecieron en un sótano, lleno de sillones y libros a montones.
―Perdón, Bero, pero nunca tuve el hábito de subrayar, o al menos no en la literatura. Soy más de los que se quedan con sus propios libros, no de los que hacen el de los demás como suyos.
Se sentaron en los sillones, cada uno separado del otro, mientras que su amigo ponía todo sobre la mesa, especialmente una botella oscura. Berónica se sintió atraída al cilindro tan extraño y lo tomó con ambas manos, no tenía etiqueta, más que un dibujo que le aterraba.
―No bebas nunca esa botella ―dijo el hombre, quitándosela y colocándola de nuevo en la mesa―. Es un veneno para las ratas. Es muy letal, morirías en cuestión de minutos.
―¿Me dolería?
―¿Lo estás considerando? ―su amigo no lo sabía, pero Berónica ya no recordaba el miedo a la muerte―. No, te daría mucho sueño. Dormirías, pero ya no abrirías de nuevo los ojos.
Sacó también de la bolsa una cajetilla de cigarrillos, la cual Berónica tomó temblorosa; reconocía el sentimiento de ansias y aun así no podía reconocer la manera en que se fuma.
―Lo he olvidado. ―declaró, mientras se le humedecían los ojos.
Su amigo abrió la cajetilla. Ella se maravillaba de la manera en que sus manos se movían a través del plástico y sacaba uno de los pequeños cilindros. Se lo puso en la boca y del bolsillo sacó su encendedor, el cual accionó con el tallar de su pulgar, encendiéndolo.
―¿Recuerdas cómo fumar? ―Berónica negó con la cabeza―. Bien, deja el humo en la boca y luego toma aire. Es muy fácil.
Berónica lo tomó y siguió las instrucciones. Sintió cómo la nicotina se propagaba por su cuerpo y calmaba sus nervios. Con cada golpe al cigarrillo se sentía más tranquila, hasta el punto de ya no estar nerviosa en lo más mínimo.
―¿Cómo te llamas? ―dijo una vez calmada.
―¿De verdad no te acuerdas? ―respondió el hombre, sonriendo alegremente―. Puedes llamarme Juan Preciado.
III
Juan Preciado tuvo que enseñarle todo a Berónica Carranza. La manera en que se come, la medida precisa de una copa de vino, cómo preparar cocteles e incluso hasta fumar marihuana. Ella, en compensación, le pagaba enseñándole a subrayar las ideas importantes y una que otra cosa de teoría literaria. Le señaló algunos de los libros que ella había leído y que Juan Preciado tenía amontonados en aquél sótano. Ambos dormían juntos, y en algunas ocasiones Juan le enseñó a tener sexo; Berónica recordó los movimientos y las sensaciones con mucha facilidad. Ella ya no olvidaba todo lo aprendido a través de Juan Preciado.
Berónica temía salir del sótano. Temía que al primer paso que diera fuera de ahí se olvidara de dónde estaba y se perdiera en la casa. Temía ya no recordar el vino o la comida que abundaba en ese sótano, que se había convertido en su casa. Tenía un baño en donde podía asearse sola o con ayuda de Juan Preciado, una amplia cama en donde podía dormir sola o con Juan Preciado y montones de libros que podía leer para sí o para Juan Preciado. Ya no necesitaba apuntar nada en su libreta perdida ni en ningún otro lugar.
Una noche, mientras Berónica veía los libros de Juan Preciado, notó uno en específico. Te cambio una cama, de Juan Carlos Orozco. Lo tomó y lo abrió, y como todos los libros de ahí, no estaba subrayado. Se acercó a la cama, en donde Juan Preciado leía con sus lentes puestos, mientras se acariciaba las canas de su barba.
―Hace poco una alumna mía me habló de este autor ―dijo ella, sentándose en los pies de la cama―. No sé por qué lo recuerdo ahora. ¿Lo conoces?
Juan Preciado estiró la mano y hojeó el libro de manera indiferente, pasando sus ojos por cada uno de los relatos que ahí había.
―Es un escritor tapatío ―le dijo―, es un ermitaño. Hace poco ganó un premio petulante y muy reconocido. Pero no por su maestría, por supuesto. ¿No recuerdas el accidente del 37? ―Berónica permaneció en silencio―. No, por supuesto que no. En el 37 hubo un festival en Valladolid, todos los escritores moderadamente reconocidos de toda Hispanoamérica fueron invitados. Y para que los gastos no fueran abusivos, los subieron a un mismo avión. Tú sabes, todos los escritores de nuestra juventud estaban ahí, dos mil de ellos. De viejos a jóvenes. Pero lo que no esperaban era que, por una tormenta derivada del cambio climático, los motores fallaran y se estrellara contra el mar. Todos murieron, claro. Seis meses después, era la entrega del Premio Miguel de Cervantes. Pero como todos los escritores del momento habían muerto, estuvieron a punto de declararlo desierto. Pero uno de los miembros del jurado recordó a un joven escritor jalisquillo, Juan Carlos Orozco. Así que, para no perder la tradición, se lo dieron a él.
Berónica sonrió descorazonada. No sabía qué era más triste: el que todas las mentes hispanoamericanas del momento hayan muerto repentinamente, o que un escritor poco reconocido haya ganado el premio más importante de la lengua castellana.
―¿Al menos es bueno? ―preguntó ella.
―Se echa unos chistes muy graciosos en los momentos menos oportunos.
Berónica leyó el pequeño libro de relatos. Y le señaló el párrafo que en algún momento su alumna le había señalado.
―Yo digo exactamente eso ―fueron sus palabras―, cada sílaba, cada palabra. Cada recuerdo ahí me hace sentir como si hubiera sido parte de una pequeña historia de no más de diez cuartillas. ¿Es eso posible, Juan Preciado? El sentirse presente en la literatura de alguien, como si quisieran narrarnos los pensamientos y las infortunas de una serie de eventos que no tienen cabida en la realidad.
Juan Preciado permaneció en silencio, mirándola a los ojos. Le besó la frente y volvió a su libro, como si no hubiera nada más importante qué decir.
A la mañana siguiente, él le dijo a Berónica que tenía que irse a hacer las compras. Le pidió a ella que lo acompañara, que la mañana tenía apariencia de ser muy agradable. Ella en un principio le tomó la mano, asintiendo. Caminaron juntos hasta la puerta del sótano, pero al momento en que Berónica puso un pie de fuera, se sintió insegura.
―Hoy no, Juan Preciado ―sentenció con un beso en sus labios―. Tal vez la próxima ocasión te acompañe.
Juan Preciado le sonrió, le acarició la mejilla y partió.
De pronto Berónica se percató que en verdad su pie estaba fuera del sótano. Olvidó por qué no debía de salir. Olvidó por qué estaba ahí, y a quién veía alejarse. Regresó al sótano, bajó las escaleras, olvidando el número de escalones que tenía. Y desde arriba, vio una botella en forma de cilindro sobre uno de los libros. Se sintió atraída a ella, tenía un negro tan profundo que provocaba que su pupila no se separa de ella. Recordó que tenía sed, era lo único que sabía. Abrió la botella y tomó del líquido, pero había olvidado a qué sabía. Los ojos comenzaron a pesarle, y por instinto caminó hasta la cama. Sentía el aroma de los libros y un dulce perfume que le recordaba a alguien, y mientras con apenas fuerzas para mantener los ojos abiertos, vio una edición de Pedro Páramo en el buró al lado de la cama. Lo tomó, y con ambas manos leyó el prólogo escrito por Octavio Paz en voz alta, y en el finito momento en que el cuarto oscurecía tras la sombra de sus párpados, notó que bajo la almohada había un medallón de dos manos tomando un libro. Se acurrucó en la cama con esa imagen y se dijo a sí misma: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”.
Comments