Corazón sangrante
- Juan Carlos Orozco
- 19 mar 2018
- 16 Min. de lectura
La copa de Berenice estaba en el borde de la mesa del comedor, observando todo lo que pasaba en la cocina. Berenice tallaba los platos con la esponja furiosamente, mientras pensaba en lo miserable que se sentía todas las noches en las que se encontraba sola en la casa. Generalmente cenaba acompañada de una botella de vino tinto, algún carmenere o un shiraz del Valle de Guadalupe, e ignoraba que con el pasar de los días, cada vez tomaba más vino en su cena, cuyo plato era más pequeño conforme la copa se llenaba.
La botella de vino estaba ya vacía, hecha pedazos sobre el suelo bajo los pies cansados de Berenice, y del puro coraje se puso a lavar los platos ya limpios que había dejado la noche anterior en la máquina de lavaplatos. Sentía repulsión por su persona, pero nada la hacía volverse más loca que la constante ausencia de su marido.
El Dr. Orozco llevaba ya dos años en los que rara vez iba a dormir a la casa, y cuando lo hacía ya estaba tan cansado que no podía ni besar la frente de Berenice. Ella recordaba eso con amargura. Recordaba cómo solían coger en la cama matrimonial, en el sillón de la sala, en la alfombra que les regaló su tía Consuelo y hasta en la mesa de la cocina, un mueble de más de cien años. Pero todos esos gritos de placer quedaron enmudecidos cuando su esposo se quiso adentrar en un nuevo proyecto, prácticamente una locura.
La locura nació hace cinco años, cuando Orozco y Berenice seguían acostándose hasta en el fregadero, en el inicio de su matrimonio. Salieron a las cantinas de la redonda y regresaron con más alcohol que sangre en su organismo. Y al momento de subir las escaleras del pórtico para entrar a la casa, Orozco se resbaló y cayó hasta el suelo, rodando por siete escalones y estampando su cráneo en el concreto. Berenice rió hasta el momento en que notó que le brotaba sangre de la frente a su marido, pero él seguía riendo. Ella le ayudó a subir hasta la entrada, y una vez estando en la cocina, abrieron una botella de vino tinto. Como pudieron gatearon hasta la cama e hicieron el amor torpemente, y al amanecer, cuando una resaca martillaba sus frentes, Orozco tuvo una revelación.
Orozco estaba en el baño del cuarto, cambiándose los vendajes, cuando la idea lo abordó de imprevisto. Quiso estar en ese momento en la entrada de una farmacia, para comprar sus vendajes y regresar en menos de cinco minutos a lado de su esposa. Y al mirarse al espejo, notó la manera en que le sangraba la herida, le hizo pensar en las caídas que tuvo. Siete escalones, cada uno de ellos le provocó una magulladura diferente en una parte específica de su cuerpo, pero, ¿qué habría pasado si hubiera caído desde más abajo o más arriba? Y, ¿si hubiera caído de lado?, y, ¿si hubiera caído de espaldas? O más misterioso aún: ¿qué tal si nunca hubiera caído? Y al momento de estar poniendo una nueva venda en la cortada de su frente, se preguntó: Y, ¿qué tal si en todas esas posiciones me he caído, pero aún no me he dado cuenta?
Orozco caminó de nuevo a la cama, dando pasos torpes por la ropa que descansaba en el suelo del cuarto hasta llegar al borde y sentarse. Al momento de posarse sobre las grises sábanas arrugadas, no pudo ni pensar en lo bella que su esposa yacía desnuda, bocabajo, sobre la cama. Sus nalgas resaltaban en el relieve y su cintura se achicaba conforme la mirada subía hasta su espalda, firme y relajada guiaba hasta su pequeño cuello cubierto de su castaño cabello, y con los ojos cerrados, bajo ellos descansaba su nariz sobre sus labios y barbilla que tanto le gustaba tomar. Orozco no estaba viendo eso, ni siquiera le pasaba por la mente. Pero, ¿qué tal si lo estuviera viendo? Un Orozco desnudo, sentado en la cama, con las mismas heridas, viendo el cuerpo desnudo de su esposa. O al revés, una Berenice sentada y un Orozco acostado. O ambos haciendo el amor de nuevo en ese mismo momento, o dormidos, o bañándose, o discutiendo. Qué tal si todos esos Orozco y Berenice estuvieran haciendo exactamente lo mismo, diversas posibilidades en un mismo segundo. Hasta que la idea se estrelló contra él: y qué tal si hay otro Orozco sentado en la cama con los mismos pensamientos que él está teniendo. Y sin duda había otro, con las mismas magulladuras en su cuerpo, pero con un retraso de un milisegundo, en una sábana de color azul en vez de gris, como la que había comprado Berenice años atrás. Luego Orozco pensó que tal vez no había otro como él en su misma situación con el mismo pensamiento sobre sábanas azules o grises, se dio cuenta que tal vez hay uno con sábanas rojas, moradas o incluso sin sábanas. Podría haber uno hasta con una mujer distinta en cada cama, con una figura diferente. O hasta podría haber la misma Berenice, pero con un lunar ubicado en una coordenada diferente de su cuerpo. O nadie, podría haber solamente un Orozco sentado en la cama sin nadie a quién ignorar, sentado en una soledad increíble, pero con una idea en la cabeza. Y en ese segundo, a las once de la mañana con ocho minutos de ese domingo, toda una infinidad de Orozco en distintas situaciones pero a la misma hora, en conjunto pensaron en buscar la manera de viajar a un lugar en donde no se encontraban.
Berenice, la Berenice de nosotros, despertó en ese momento. Abrió los ojos y apreció la espalda encorvada de su esposo, mientras se ponía bocarriba y se cubría sus pechos con la cobija que tenía al alcance. Berenice en ese momento no se había dado cuenta que esa sería la última cruda de su marido por muchos años.
Poco a poco, Orozco se empezó a distanciar de su esposa. Juntó a un grupo de científicos como él y se dedicaron a atraer fondos de distintas empresas y universidades para crear una máquina que pudiera transportarlos a otros puntos del planeta, puntos en donde sus yo de otras dimensiones se encontraran, y traer a otro que quisiera estar en ese momento en donde ellos estaban, y eventualmente regresar a la de uno. Pero había un riesgo, un riesgo que Orozco en el fondo sabía pero no quería reconocer. Sabía que si iba a estas dimensiones, él no podría regresar tan fácilmente. Mientras más se detenía a pensar en la cantidad de Orozco paralelos a él, en donde la única diferencia fuera lo largo de sus cabellos por milímetros, hacía que dimensionara un número que no creía que podía existir. Pero la idea que lo aterraba era terminar en un lugar en donde ya no fuera nada parecido a lo que él conociera, tal vez un mundo sin Berenice.
La cantidad de Orozco que estaba trabajando en la máquina crecía acercándose al infinito, pero nuestro Orozco decidió aguantarse la imaginación. Si él sabía los riegos que se tenía, eso significaba que la gran mayoría de los demás Orozco también lo estaban averiguando. Tenía que crear algo para evitar que se equivocara de dimensión: un pequeño guiño que le convenciera que estaba en su mundo y no en el de otro, y tendría que ver con Berenice. Si estaba con Berenice, él podía estar tranquilo, pero no se atrevía a pedírselo, siendo tan osada la propuesta.
Las idas y vueltas de los trabajos de Orozco comenzaron a empeorar su matrimonio poco a poco. Pero la cúspide del fracaso fue cuando él solamente regresaba a casa las noches de los fines de semana, porque ningún otro día veía el rostro de su querida Berenice. Y Berenice, quien con cada día que pasaba incrementaba su apetito sexual y la necesidad de compañía y atención, esperaba ansiosamente. Pero ya no había encuentros carnales, y apenas cruzaban más de diez minutos de palabras. Orozco, cuando no dormía ese par de días de descanso, se encerraba en uno de los baños de la casa y no salía hasta hartarse de la soledad. Cada quien comía solo: Orozco en el baño y Berenice en el comedor, cuya única compañía era una botella de vino tinto que cada tanto se iba consumiendo.
Había días en los que Berenice deseaba que su esposo le estuviera siendo infiel en vez de dedicarle su vida al trabajo. Y ella pensó en acostarse con alguien más o buscarse un amante en alguno de los bares por la ciudad. Pero en el fondo amaba mucho a su esposo y lo que era la institución de la familia. Por eso se quedaba en casa, leyendo, viendo series, haciendo ejercicio. Se alejó de todas sus amigas y rara vez le hablaba a sus padres. Se había confinado a la prisión que era su casa, sola, devota a la lectura y a la oscuridad.
Hasta que un día, un miércoles de las cuatro de la tarde, el día siguiente al que Berenice había roto la botella de vino tinto, Orozco llegó a la casa.
―¡Mi amor! ¡Mi amor! ―gritó desde el momento en que Berenice escuchó que azotaron la puerta― ¡Lo he logrado! ¡Lo hice!
Berenice temblorosa caminó hasta el pasillo que separaba a la cocina de la entrada, y vio a su esposo con un rostro que hacía años había olvidado: una sonrisa que descansaba sobre unas ojeras, estaba feliz. Ella sonrió como pudo, mientras las lágrimas brotaban infinitamente de sus ojos y se abrazaron. Ella no estaba muy segura de lo que había logrado su marido, pero se había terminado.
Orozco comenzó a besarle el cuerpo y Berenice sentía el ardor de sus labios impregnados en su cuello. Poco a poco se desvistieron, y sin alcanzar a llegar a la cama, tuvieron sexo ahí mismo, en el pasillo de la casa. Y tras finalizar, durmieron en el suelo, juntos y cubiertos por sus prendas. Cuando despertaron, lo volvieron a hacer, pero con fuerzas hasta estar en la cama. Y Berenice, con las piernas temblorosas y un calor en su sexo, abrió una botella de vino y la bebieron ahí mismo: era la primera vez en años que veía tomar a su esposo.
Una vez que se cansaron de tanto hacer el amor y de haber saciado el impulso que los había dejado, Berenice se atrevió a preguntarle a su marido que qué era lo que había inventado.
Orozco le dijo en ese momento. Su creación, que era un total secreto más que para ciertos inversionistas y los científicos que colaboraron: era el teletransportador portátil, o como él lo llamaba, el Orozcómosis. Orozco abrió el panfleto que lo explicaba claramente y se lo leyó:
“Imagine usted que se encuentra en su cama, un sábado por la mañana, y recuerda que no ha ido al supermercado. Dado que son las diez de la mañana, hay altas probabilidades de que el tráfico sea imposible, pero a usted le urge la comida. Así que toma su Orozcómosis y señala la ubicación. Gracias a su sistema de telecomunicación avanzado, mandará un mensaje que atravesará las dimensiones hasta terminar en un supermercado. Y una vez hechas las compras presiona las direcciones para llegar a su casa, y ¡ahí estará!”
Berenice entendió inmediatamente, era una idea brillante. Pero Orozco le explicó que no era del todo cierto el panfleto. El Orozcómosis no podía ser comercializado, al menos no todavía. Las fallas que tiene son preocupantes. Orozco intentó hacerse entender: imaginemos que está el sujeto A, el sujeto B y el sujeto C. A se encuentra en Alfa y B y C en Beta. A quiere llegar a Beta, y para hacerlo, tiene que usar el comunicador para contactarse. El mensaje llega a ambos, a B y C, pero B no quiere ir a Alfa, y C sí. ¿Vamos bien? B no hace nada, y C le responde el mensaje, así que ambos se transportan al punto en donde está el otro ―porque no puede haber dos mismos en una misma dimensión―. Y una vez que A haga todo lo que quiera en Beta, o viceversa, tiene que comunicarse con C, y ambos vuelven a la suya.
Berenice permaneció en silencio unos momentos.
―Hay muchas probabilidades de error. ¿Qué tal si a C le gusta tanto su nueva dimensión que ya no quiere regresar? ―Orozco permaneció en silencio ―. O, ¿qué tal si al momento de que A regresa, se da cuenta que no está en Alfa, sino en, no sé, Omega?
Orozco se dio cuenta que tenía que decirle su plan a Berenice, su plan para saber que está en la dimensión correcta. Orozco tenía que decirle unas palabras que solamente él sabía que se las estaba diciendo en un orden preciso y único, y Berenice tenía que aprendérselas, para que así, cada vez que regresara alguien, ella le preguntaría por la frase, y si era la que él le había pronunciado en ese momento, podría estar segura que todo estaba en orden. Era la única forma en que Orozco sabría con certeza que estaría en el lugar correcto.
El día siguiente, Orozco llegó temprano de trabajar, a la misma hora que el día anterior. Pero estaba vez, llevaba consigo el Orozcómosis ―nombre que Berenice repudiaba. Él le aclaró que los inversionistas le pidieron que lo utilizara por unas semanas, para asegurarse de que todo estaría bien, y una vez que lo estuviera, procederían a venderlo al ejército.
Berenice y Orozco se sentaron en la sala. Ella estaba casi tan muerta de miedo como él, le dio un largo beso y se abrazaron por varios minutos, hasta que Orozco sacó el dispositivo y solicitó ir a una florería en Japón para comprar unas dicentras para Berenice. Ella se sentó al otro lado de la sala, con lágrimas en los ojos y sin apartarle la mirada. Él presionó un botón y apareció de nuevo, con flores en la mano.
―¿Amor? ―dijo ella, viendo al hombre, con el mismo traje que tenía su esposo, pero en vez de tener una corbata azul, este tenía una roja―, ¿sabes quién soy?
―¡Funcionó! ―dijo el hombre idéntico a su esposo―, no puedo creerlo, ten ―dijo acercándole el ramo de flores, unas bellísimas corazón sangrante.
El hombre caminó por la sala, impresionado de que todo estaba en su lugar. No dejaba de gritar de alegría, y Berenice no podía moverse del sillón, totalmente petrificada.
No tardó mucho para que el hombre volviera a la sala y se percatara de la situación de ella.
―Perdona, perdona ―le dijo este―, es que lo que pasa es que nunca pensé que fuera a funcionar. Supongo que quieres saber de dónde vengo y qué hago aquí. Por lo que veo, no compraste el boleto de avión cuando fuiste al supermercado ayer, ¿verdad?
Berenice negó con la cabeza. Ni siquiera había ido al supermercado, ya que no se movieron de la cama.
―Bueno, pues tu otra Berenice sí lo compró, siempre había querido ir a Japón.
Berenice nunca había querido ir a Japón.
―Y fuimos. Pero olvidé la cámara fotográfica. ¿La recuerdas? Está en algún lado de la casa.
Berenice se levantó y de un armario cerca de la sala sacó una empolvada caja y de esta sacó la cámara fotográfica. Estiró la mano y se la dio al hombre de corbata roja.
―Gracias. Te traje flores, pensé que te gustarían. Le dije a mi esposa que le dijera a tu esposo que ya no era necesario, supongo que estará muy complacido.
Ambos se quedaron en silencio, hasta que el hombre volvió a romperlo.
―Te ves muy asustada, mi Berenice estaba más bien emocionada. Supongo que nos tocó una dimensión en donde eres muda, jeje. Y tal vez yo soy muy parlanchín, por la manera en que me ves. Bueno, pues… me voy, un gusto conocerte, Berenice. Ah, y si fuera tú, no compraría los boletos a Japón. No es tan lindo como lo pintan, o al menos no en nuestra dimensión. A la siguiente que viajemos, usaremos el dispositivo. ¡Hasta luego!
El hombre presionó los botones y despareció, al mismo tiempo que un hombre con la corbata azul aparecía a mitad de la sala, totalmente asustado.
Berenice estaba al borde del llanto, así que el hombre se acercó caminando hacia ella y le susurró al oído las palabras que ella necesitaba escuchar. Se abrazaron profundamente y se besaron, sabiendo que estaban con la persona correcta.
Orozco sentía una mezcla de emoción y miedo. Sabía que ahora podía ir a donde quisiera, así que comenzó a utilizar el dispositivo con más frecuencia, solamente que evitaba decírselo a Berenice, por miedo a que ella pensar que algo malo había pasado.
Pero ella se daba cuenta que no siempre el hombre que veía en la casa era su marido. Esa tarde, mientras cenaban y hablaban del día, notó que el hombre frente a ella estaba comiendo con la mano izquierda, y su marido siempre comía con la derecha. Sin embargo, hablaba con una fluidez tan tranquila y serena que de no ser por su cambio de mano, no había notado la diferencia. Minutos después, el hombre se levantó al baño, y quien regresó continuó comiendo, pero esta vez con la mano correcta. Esa noche hicieron el amor y ella no notó diferencia alguna, hasta en la mañana, que el hombre se vistió de una manera extravagante, utilizando una corbata de perros sonriendo y un cinturón que no combinaba con los zapatos: estilo que su esposo nunca habría seleccionado. A mediodía, recibió una llamada de su esposo, pero era un hombre que tartamudeaba. Media hora después, tuvo exactamente la misma conversación, pero el hombre no podía pronunciar la letra “r”. Y finalmente, en la noche, el hombre que llegó tenía menos cabello que su verdadero esposo.
Berenice comenzó a sentir miedo de la persona con la que cada noche compartía la cama. Unos le hacían el amor de una manera nueva, y otros no duraban más de cinco minutos. Otros hablaban en las noches mientras que algunos no dormían y se quedaban viendo cómo ella lo hacía. Sentía que le estaba siendo infiel a su verdadero marido, hasta que cayó en una conclusión sin precedentes: tal vez él era el que viajaba de una dimensión a otra, acostándose con las esposas, que sin duda eran muchísimo más interesantes que ella misma. Recordó de pronto las palabras del primer otro hombre que conoció, el que le llevó flores y le dijo que ella era muda. En sus ojos no había asombro, y cuando regresó su verdadero esposo, parecía desilusionado al verla y no tener como esposa a la mujer aventurera que había comprado los boletos a Japón y que estaba emocionada por el proyecto, y no asustada como lo estaba Berenice. Ella entendió que su marido creía que era aburrida, y al parecer los demás Orozco opinaban lo mismo, ya que ninguno se quedaba más de una hora con ella. Se empezó a decir que tal vez era la peor versión de ella misma: la más aburrida, la más seria, la más ideática. Ninguno de las versiones de su esposo parecía agradarle, incluso los que le hacían el amor con mayor vigorosidad. Tal vez ellos eran los que no se habían casado con ella, pero al juzgar de la velocidad con la que se fueron, tal vez ninguno realmente la amaba.
Tras varias semanas sin saber con certeza si el hombre al lado de ella era su esposo, llegó un hombre que sin duda sabía que no lo era. Caminaba pesadamente y su cuerpo era más musculoso que el resto de los Orozco. No hablaba en lo absoluto y no sonreía. Ella se veía más conversadora a su lado, y de cierta manera eso la hacía sentir cómoda.
En la cena que tuvieron, ella abrió una botella de vino y preparó un asado al gusto de su marido original. El hombre probó la comida, dio unas cuantas masticadas, y la miró directamente a los ojos. Ambos sostuvieron la mirada unos minutos, hasta que el hombre tomó del mantel y escupió la comida en este.
―Está asquerosa ―dijo, mientras se levantaba y tomaba el plato, dejando caer toda la comida en el centro de la mesa―. Cocinas horrible. Si vuelves a preparar este platillo, voy a matarte.
Tomó del plato y lo estrelló contra la pared. Después, se desnudó, la tomó de la mano y la llevó a la cama. La arrojó con una fuerza que ella le desconocía, y el hombre le ordenó con una voz autoritaria que se desvistiera. Ella se negó, y él lo ordenó con más potencia. Mientras lloraba se fue desvistiendo poco a poco, mientras que él se acercaba, con su miembro erecto, dispuesto a violarla ahí mismo, en la cama matrimonial. Ella cerró los ojos y trató de no pensar en eso, mientras él daba empujones continuos y firmes, hasta que eventualmente él terminó y la dejó ahí, magullada por sus golpes y desnuda, sin quererse mover del impacto de sentir cómo un hombre que estaba lejos de ser su marido, le había hecho eso.
A la mañana siguiente abrió los ojos y vio a un hombre muy distinto al del día anterior cambiándose frente a ella. Silbaba una tonada mientras bailaba al ritmo de su gusto. Ella le llamó por su nombre y él volteó, alegre.
―¡Amor! ―dijo este―, ¿cómo has estado? Perdona mi demora, es que he estado trabajando mucho en los informes. Todo indica a que será un gran éxito.
Berenice se cubrió temerosa con la manta hasta la altura de su barbilla, con pavor a que ese hombre no fuera a ser su marido. El hombre hizo una expresión de hartazgo, y no tuvo que decirlo, Berenice sabía lo que pensaba “Sin duda ella es la peor esposa en todas las dimensiones”, ella pensó en todas las versiones que había conocido y con quienes seguro se había acostado. Y lo más probable, es que había regresado a su dimensión por la urgencia de ser él quien entregue todos los documentos y quedarse con la gloria. Berenice tenía que escuchar las palabras exactas para poder estar tranquila.
―Dime, por favor, lo que tienes que decir para que sepa que eres tú.
El hombre se acercó y todavía con asco en el rostro le dijo las palabras, y ella pudo sentirse calmada. Orozco le dio la espalda y salió de la habitación sin darle un beso de despedida, mientras ella sentía todavía el dolor en su sexo.
Los demás días los vivió tranquila, sin miedo a que el hombre a su lado no fuera su marido. Solamente que ya no se acostaba con ella, ni mucho menos la miraba con la misma lujuria que hace unas semanas.
―Mañana entregaré el dispositivo a los inversionistas para su creación masiva ―dijo Orozco, sin dedicarle una mirada, y concentrado en el mismo platillo que su otro yo había azotado contra el mantel―. Ya no lo volveré a usar, he dejado instrucciones al equipo.
Berenice se sintió conmovida, finalmente su vida volvería a ser la misma, después de tantos problemas que el dispositivo había traído a su relación.
―¿Eso significa que todo volverá a ser como era antes? ¿Todo será a como era hace unos años?
Orozco alzó la mirada y sonrió melancólicamente. En su bolsillo tenía el dispositivo y lo acariciaba tranquilamente. Estaba seguro de lo que iba a hacer, había conseguido ser tan feliz en sus viajes que ya no necesitaba del reconocimiento de su hogar.
―Iré al baño, en un momento regreso, mi vida.
Él se levantó mientras que Berenice no soportaba la alegría que sentía en su corazón. Ella sentía que ya era el momento de dar el siguiente paso en la relación: de tener un hijo, de criarlo juntos, de envejecer lado a lado y volver a tener sexo en todas partes de la casa, que todo volviera a ser color de rosa, a que estuvieran enamorados el uno del otro y que se adoraran con tal grandeza que lo expresaran continuamente, hasta el día de su muerte, muriendo pegaditos, tomados de la mano.
Orozco regresó del baño y observó el plato en la mesa y después a ella. Berenice escuchó cómo él se quitaba el cinturón, y alzó la mirada buscando la sonrisa de su esposo, pero lo que vio hizo que dejara caer su tenedor y que se diera cuenta que nada volvería a ser como antes, mientas que un miedo le estrujaba los intestinos de tal forma que se quedara petrificada en la silla.
―Cocinaste lo mismo que te dije que no hicieras ―dijo el hombre, sosteniendo su cinturón con una mano y formando un puño con la otra.
Comments