Te cambio una cama.
- Juan Carlos Orozco
- 6 mar 2017
- 17 Min. de lectura
Sentiste que era más ligero porque es más suave que la base.
Era de mañana, y asombrosamente la cruda no me estaba matando, a pesar de que todo el día de ayer, desde las cuatro de la tarde hasta las tres de la mañana, me la había pasado con una copa en los labios. Ni siquiera mi estómago se quejaba de la enorme cantidad de alcohol que había soportado, ni mucho menos me sentía cansado tras haber dormido cinco horas.
―¿Neta irás a las 12 con aquella? ―era el mensaje de mi amigo, siendo cinco para las nueve, cuando le pedí que me acompañara a la encrucijada―, ¿a cambiarle su cama? ¿Por qué putas? ¿Llevarás tu camioneta? Ahora es cuando me doy cuenta que tienes veintiún años, te falta barrio, carnal. Pero bueno, alguna historia saldrá.
El día anterior había sido un sube y baja de embriaguez. “Llego a tu casa en quince o veinte minutos”, habían sido mis palabras, más que nada ingenuas, confiando en que llegaría fresco y de buenas por ella y la llevaría en un trayecto lleno de risas y sentimientos. Y mi sorpresa es que al final hice poco más de una hora, culpando en todo el trayecto a los constantes semáforos tan inútiles que hay en la ciudad ―o al menos inútiles desde la perspectiva de un conductor furioso―. La culpa es de la ciudad, no mía. Y una vez juntos, no hicimos más que conversar y sonreír, y pocas veces callar, criticando la ciudad y las personas en un tono amistoso y de fines más lúdicos que de desprecio, o al menos en la mayoría de los sujetos.
Llegamos a un restaurante al que yo había insistido en ir, El Cargol, un lugar sumamente hermoso en López Cotilla y de cocina catalana ―e irónicamente no era atendido por catalanes o españoles―. Ella admiró el lugar y juntos comimos y bebimos vino tinto, dos copas cada uno, y con eso bastó para divagar en el arte y en nuestra propia familia.
Llegué a la casa de mi amigo rozando las 11:20, ya que había prometido llegar a casa de aquella a las 12:00. Él tenía una camiseta roja y un plátano en la mano, como todo hombre prevenido, y partimos por la amplia López Mateos, mientras le contaba todo lo que había pasado la noche anterior. Me escuchaba atentamente y de vez en cuando decía un comentario para que hondara más en ciertos detalles. Y finalizada mi narración, él tomó la iniciativa de contarme su vida, la cual yo sabía de principio a fin.
Él está enamorado. De esos amores que salen como espinillas en la adolescencia, que brotan de la nada así como así y van creciendo con el paso de los días. Ése era su amor, uno de los que nacen y no dejan de crecer, de los que caen del cielo y se mantienen para quedarse. Y mi amigo no dejaba de hablar de lo genial que es; de su altura, sus ojos, su voz. Pero él tenía un miedo latente, y eran sus pasiones. Con lágrimas en los ojos me hablaba de lo difícil que era para él poner de lado sus inseguridades ―no definidas por su parte de esa manera, pero es la palabra que mejor entraría en el caso―. Ya lo había visto lagrimear, y es algo que le envidio; el que pueda soltarse y dejar fluir todo. Yo le llamo “sacar el veneno”, porque lo he visto llorar por amor.
―Quién nos viera hace unos meses, ¿no crees? ―le dije, manteniendo mis manos en el volante y escuchando algo de Miles Davis―, hablando de las mujeres que queremos, planeando y soñando, ¡hasta admirando!
―Hace dos meses yo estaba llorando y tú pensando en otras cosas ―me respondió él, mientras le daba una mordida a su plátano.
Después de que ella y yo terminamos de comer y beber, nos apresuramos en pagar la cuenta y caminamos rimbombantes hasta donde tendríamos nuestra sesión de plática literaria ―por no decir otra cosa―. Ahí estuvimos, pacientemente escuchando y leyendo a otros autores, entre conocidos y desconocidos y un gran número de talento reducido a una sala en la librería. Nos maravillamos de lleno ante el texto de una mujer ya anciana, en la que ésta relataba cómo aún tenía a su marido ―quien había muerto hace quince años― quemándole la carne con su ausencia, y su latente urgencia de dejar todo como cuando se fue, solamente si éste regresaba. Casi me parto en la lectura, mi sentimentalismo estaba a punto de devorarme por completo, pero me contuve. Reprimí mis emociones y callé todo.
Terminada la asombrosa sesión, caminamos por las calles para dirigirnos a la librería Gandhi, en donde escucharíamos la presentación del libro de No voy a pedirle a nadie que me crea de Juan Pablo Villalobos, un autor que ella adora. Yo, como soy un malinchista vendepatrias que no conoce de literatura mexicana, fui convencido ―precisamente por ella― a leer su novela en cuatro días, haciendo que se sintiera orgullosa y tremendamente enamorada de mi capacidad de hacer todo al aventón (pero bien).
―Mi tacón está raro ―dijo mientras caminaba y fumaba de su cigarrillo al momento de estar dando vuelta en una esquina para llegar a la librería.
Y en efecto estaba raro, al punto de que se separara del zapato. “Perfecto, ahora tienes flats”, fue lo más inteligente que pude decir. Nos sentamos en unas bancas y vimos que no había remedio. Mientras yo pensaba en una solución, algo como comprar unas chanclas de suela de llanta, ella tomó su teléfono y le habló a una amiga suya para que la auxiliara.
―¿Puedes comprar kola loka? ―me dijo tras soltar el teléfono con una sonrisa de oreja a oreja y mirándome fijamente.
Corrí al Oxxo que estaba frente a nosotros, y tras preguntarle al cajero por pegamento, me indicó que no vendían, por lo que tuve que correr al 7eleven que estaba a unos metros, agradeciendo la libertad de mercado y la sana convivencia entre empresas. Otro punto para el 7eleven, que tenían lo que buscaba, sólo que, para mi sorpresa, lo vendían en barras que aparentaban ser de plastilina. Pero de eso a comprar chicles y esperar a que pegue, no había mucha diferencia.
Una vez comprado el paquete de plastilina marca kola loka, procedimos a pegar el tacón lo mejor posible. Sin embargo, tras unos pasos se zafó de nuevo. Y en uno de mis tantos impulsos, quise cargarla. Me acerqué violentamente hacia ella y la tomé de las piernas. Ella podrá negarlo, pero cuando hice ese movimiento pensó que la besaría, y en el momento que se dio cuenta de mis verdaderas intenciones, no pudo hacer más que gritar de miedo. No por el que la cargaría, sino porque tenía vestido, y en mi limitada mente no había pensado en la inminente posibilidad de que se le verían los calzones. Hicimos más presión en el tacón, y funcionó lo suficientemente como para llegar a la librería y escuchar al joven escritor jalisquillo. Y no sin antes decirle “querías que te besara, ¿no?” a lo que ella sonrió. Caminamos poco más y la besé. Ella volvió a sonreír.
Disfrutamos de la conversación entre Villalobos y el presentador. Fue como ver a dos viejos amigos reencontrarse frente a un amplio público, riéndose de sus chistes. Hubo un momento que me llenó de mucho gusto, cuando hablaba de cómo en uno de sus libros tuvo un impacto en el extranjero. Palabras más, palabras menos, así iba la anécdota: en una de sus giras por Europa, le preguntaron acerca de una de sus novelas, cuya historia se centraba en un departamento infestado de cucarachas y siempre estaban presentes a lo largo de ésta. Y uno de los que lo entrevistaban le hizo la observación al respecto; que las cucarachas son el símbolo de la muerte de los mexicanos, producto de la guerra contra el narcotráfico. Para nosotros los mexicanos citadinos, las cucarachas son nuestra primera experiencia de la muerte. Nuestras madres nos impulsan a matarlas y rematarlas, observando y detallando que hasta las entrañas se les salían con cada pisotón. De verdad son un gran ejemplo de lo que es la muerte cuando somos apenas unos infantes, y es algo que Villalobos nunca se había planteado hasta ese momento en que el entrevistador, que era alemán, se lo hizo saber. Así que la siguiente entrevista que tuvo, cuando le preguntaron acerca del simbolismo detrás de las cucarachas, él respondió que eran la muerte, a pesar de no serlo.
Terminada la presentación, todos aplaudimos con sumo júbilo, pero quedándonos con ganas ―al menos ella y yo― de que hablara más de anécdotas del libro y otros datos curiosos acerca de su elaboración. Salimos, tras ver uno que otro rostro familiar, y ella se encontró con un grupo de amigos, de esos que se pierden con los años. Para mi sorpresa, una de las que estaban ahí era aquella, a la que ella había acudido en su auxilio por el tacón. Para romper el hielo con ellos, se lo pregunté en voz alta, junto con el chiste de “no encontré pegamento normal, pero sí una variante de kola loka en versión play-doh”. Todos rieron.
Mi amigo y yo llegamos a la casa de aquella con un ligero retraso, allá por los rumbos de Mexicaltzingo y Avenida Unión. Le llamé a aquella por teléfono para decirle que me encontraba ya ahí, y salió de la casa con una sonrisa imborrable, sin dejar de decir que éramos muy lindos mi amigo y yo por hacerle el favor. Acomodé la camioneta de mi papá, una Pilot color cereza, para poder subirlo, mientras que el ex roomie de aquella y mi amigo bajaban el enorme colchón. Él, mi amigo, no paraba de decir que no iba a caber. Mi optimismo rozaba la línea de lo idiota. Y entre los cuatro, hicimos de aquél colchón un gigantesco taco y lo metimos perfectamente en la cajuela. Nos sentimos llenos de júbilo, hasta que aquella dijo que también faltaba la base del colchón, lo que nos borró la sonrisa del rostro, al menos temporalmente.
Entraron de nuevo a la casa, mientras que yo esperaba afuera y trajeron una enorme pieza de madera. Intentamos meterla en un primer intento, pero nos dimos cuenta de que no cabría, así que acordamos hacer dos viajes. Al final, nadie de los que estábamos ahí tenía prisa.
Ya que el colchón abarcaba toda la parte de atrás, aquella tuvo que irse sentada en las piernas de mi amigo. Fue sumamente gracioso, ya que apenas se conocían ―como todos los presentes― en esa ocasión. Pude haberme callado muchas cosas, pero eso sería ir en contra de mi naturaleza, así que todo el trayecto, desde la casa hasta la Expo, nos pasamos riendo de lo simpática que era la situación en la que ellos se encontraban, abrazados y acomodados como pareja, siendo que se acababan de conocer hacía media hora, si es que.
Llegamos a la casa tras esquivar una patrulla de vialidad, casi se me salía el corazón de imaginarnos a los tres juntando dinero para el soborno; una mancha en nuestro historial y probablemente la mención en la lista negra de Santa Claus, y apenas era marzo. Mientras aquella abría todas las puertas, mi amigo y yo bajamos la cama y la cargamos hasta el tercer piso del departamento, y como yo estaba atrás, tuve que usar mi rostro como soporte para éste mientras subíamos escaleras, y juro que cada piso era más angosto. Finalmente arriba, procedimos a bajar en un paso apresurado, ya cada quien en su propio asiento y sin más albures, o al menos no de aquella situación.
Tras saludar a sus amigos, nos dirigimos a un bar que estaba a unos pasos de donde nos encontrábamos, un tal Balboa en el que hace unas semanas habíamos estado ella y yo, tomando vino y compartiendo su labial. Nos sentamos en una mesa amplia, en la que cada quien pidió lo suyo. Estábamos aquella, un amigo de aquella, ella, otra pareja, y yo. La pareja pidió cerveza, aquella y el amigo de aquella otras bebidas sin alcohol y ella y yo empezamos con vino tinto, un carmenere el cual desconozco su nacionalidad. Estuvimos conversando de temas mundanos, desde el amor, la escuela, la vida y el arte. Generalmente ella y aquella eran las que guiaban la conversación, mientras que la otra pareja estaba en su propio asunto y el amigo de aquella y yo hacíamos comentarios aislados del mismo tema. Y claro, aquella tenía la intención de presentarle un amigo a ella. Yo tuve todas las herramientas y medios para mostrar un notorio desacuerdo, pero decidí callar y reírme de la situación, haciéndole a ella comentarios de “tú dale, suena a que es buen partido”, mientras ella sonreía, guardando el secreto. Y aun así, a pesar de que en la noche ella se acercó hacia mí y me susurró al oído “tengo la mano fría” y entrelazó sus dedos con los míos ―yo sarcásticamente dije “es una excusa para tomarme de la mano”― y que estuvimos acurrucados el uno con el otro, aquella no había entendido que había algo entre nosotros.
―Todos los hombres son unos cabrones ―dijo aquella, mientras que el amigo de aquella y yo nos mirábamos sonriendo―. Sí, todos lo son.
―Él es muy buena persona ―respondió ella, dirigiéndose a mí.
―El problema es que nadie quiere a las buenas personas ―añadí, y ella sonrió asintiendo.
En un punto de la noche, cuando aquella hablaba de lo curiosa y desastrosa que estaba siendo su vida, tocó un tema que moldearía mi fin de semana. Decía que, en su nuevo departamento, tenía una cama temporal que era sumamente incómoda. A lo que yo cuestioné el por qué no iba por su vieja cama. Aquella respondió que necesitaba ayuda para moverla, desde una camioneta y un par de hombres fuertes y determinados. Yo, por razones que desconozco hasta hoy en día, me ofrecí para ayudarla. Acto uno, una desconocida habla de su vida frente a otro desconocido. Acto dos, el desconocido le ofrece a la desconocida su ayuda. Acto tres, el desconocido y su mejor amigo ayudan a la desconocida a cambiar su cama de departamento.
Mi amigo, aquella, su ex roomie, el amigo del ex roomie y yo intentamos meter la base de la cama en la cajuela. No falta decir que era imposible. Ante la marea de personas queriendo meter un enorme pedazo de madera en una cajuela a mitad de la calle, un vecino de por ahí se ofreció a ayudarnos, era un señor ya de edad avanzada con una camiseta del Atlas (la fiel) que se nos acercó con una clara expresión de “estos jóvenes y sus locuras”. Se ofreció a prestarnos mecate suficiente para amarrar la base de la cama, la cual apoyamos sobre una lona que encontré en la cajuela que tenía mi papá para momentos como ese. El ex roomie y el amigo del ex roomie partieron, dejándonos con la amarradera, la cual no fue complicada. Pero que lo habría sido si no fuera por mi amigo, que se aventó toda la labor de colocarla; yo soy malísimo para los nudos, empezando por el que la mayoría de mis zapatos carecen de agujetas.
Una vez puesta, nos organizamos de tal forma de que aquella y mi amigo estarían en los asientos de atrás, sosteniendo la base, mientras yo manejaba lentísimo y con las intermitentes prendidas. “Tengo un muy mal presentimiento”, dije en un punto del trayecto, a lo cual mi amigo repitió la misma frase segundos después. Ellos temían que en un acelerón o frenón la base saliera volando y matara a alguien, mientras que yo rezaba que no se rayara la pintura. Le tengo más miedo a mi papá que a las autoridades.
Llegamos de nuevo al departamento, y aproveché para denotar mi molestia acerca del peso de la base a diferencia del colchón.
―Sentiste que era más ligero porque es más suave que la base ―fue la acertada respuesta de mi amigo.
Entre los dos tomamos el mueble y lo movimos por todo el departamento que se encogía conforme más subíamos, hasta el punto de acomodar todo para que aquella pudiera dormir cómodamente. “Ya estamos aquí, hay que poner todo”, fueron las palabras de mi amigo. Y tras tomar unos vasos de agua y sentarnos en sillas sumamente extravagantes y recibir múltiples agradecimientos por parte de aquella, partimos con la promesa de que nos tenía que invitar a comer. En el trayecto de regreso, recibí constante presión por parte de mi familia para que llegara a comer a mi casa, por lo que tuve que pedirle a mi amigo un taxi. Desde un principio él se quería quedar, pero se encontraba en su propia lucha interna si hacerlo o no ―él tiene sus razones―. Y pareciera que la vida tapatía hacía lo posible para que así lo fuera, el taxi nunca llegó y en cada calle que pasábamos había tráfico o estaba cerrada, guiándonos de nuevo a su departamento. Así que le di algo de dinero para que él regresara con aquella, mientras que yo conduje con música y aire acondicionado hasta mi casa, haciendo casi una hora y media de trayecto.
No tardó mucho para que en aquél bar de Balboa la otra pareja se fuera, dejándonos a ella, aquella, el amigo de aquella y yo. Pedíamos vino y vasos de agua para nivelar el alcohol, mientras que yo le decía a ella que siguiera tomando. “Hoy tienes chófer”, le susurraba al oído, y ella sonreía.
No pasó mucho tiempo hasta que vimos rostros familiares, era mi otro amigo y su novio, quienes decidieron acompañarnos un ratito en nuestra bella velada amistosa. Eso sirvió para que ella tomara el teléfono y avisara a su madre que llegaría más tarde, bajo la excusa de que “llegó su novio” ―refiriéndose a mi otro amigo.
Los giros de las conversaciones habían adquirido un nuevo camino, ya caía sobre mi lado y mi otro amigo junto con su novio, de temas ridículos y asuntos más graciosos. Y ella seguía acurrucada en mí, y yo seguía acurrucado en ella.
Lamentablemente, llegó la hora en que tenía que llevarla a ella a su casa. Antes de partir, una niña se acercó a nuestra mesa pidiendo dinero, a lo que el novio de mi otro amigo le regaló sus papas.
―Cómo es la vida ―dije, con una expresión seria y un impulso de idiotez latente.
―Sí, es muy injusta ―respondió el novio.
―La niña tiene papas gratis y yo aquí sentado. Creo que podría pelar por ellas y tal vez ganarle.
Antes de irnos, le prometí a mi otro amigo que lo vería unas horas después, en una discoteca (literalmente discoteca) de la ciudad. En el camino de regreso al estacionamiento fue lleno de risas entre ella y yo, más que nada comentando el incidente del tacón. “Lo pondré en mi blog”, dije. “No, no lo pongas”, respondió ella, entre risas. Antes de llegar, ella optó por esperar a que sacara el coche, supongo que por lo irregular del suelo en esa zona y su tacón roto. Caminé un poco, y vi a una familia vendiendo flores. Toda la noche nos habían ofrecido, y por no hacer una escena había optado el no comprarles. Pero ahora que estábamos solos, no había razón para no hacerlo, así que compré un ramo de cinco, sólo porque sí, y porque generalmente me dejo llevar por el momento ―por eso estaba en la situación de ayudarle a aquella a cambiar su cama.
Saqué el coche y ella subió al auto, con una sonrisa en el rostro. “Te compré flores”, dije. Ella sonrió aún más, agradeciéndome y yo destacando mi personalidad intensa e impulsiva. Recorrimos la ciudad de noche, era la tercera o cuarta vez que pasaba por esos rumbos, había sido un día de mucho manejar en el trabajo.
―¿Qué tal te la pasaste? ―me cuestionó mientras tomábamos Avenida Américas, saliendo de Avenida Vallarta.
―Fue fenomenal, una excelente noche. Me divertí mucho.
―Eso dices todos los viernes ―continuó. Yo me quedé callado, había veces en las que es mejor aguantarse los comentarios sarcásticos.
Hubo un momento en que, en una de sus anécdotas, casi me hace llorar de la emoción. Hablaba del por qué rayaba los libros cuando los leía. Palabras más, palabras menos, iba así:
―Antes trataba a los libros como tesoros, ¿sabes? ―dijo ella―. No los arrugaba, no los rayaba. Quedaban intactos ante mi paso. Ahora entiendo que los libros son para usarse, para dejar mi huella en ellos y dejar toda mi presencia. Si me gusta algo, lo subrayo. Hay dos tipos de lectores, los que leen por leer y los que leen y a mitad de la página, a pesar de estar en la parte más emocionante, se levantan y buscan algo para subrayar lo que les gustó. Cuando me gusta algo le doblo la esquina: la superior si lo que me gustó está en la parte de arriba, o la inferior si está en la parte de abajo, tampoco voy a subrayar la página entera. Simplemente no puedes no rayar los libros. Y cuando esté vieja, veré mi librero en donde yo ya habré leído todos los libros. Y tomaré el que sea y lo voy a abrir, y en la primera página veré el lugar y la fecha en donde lo leí. Y abriré ese libro en cualquier página y veré lo que subrayé. Eso es hacer los libros de uno, es hacer de un libro otro nuevo, es hacer tu libro. Es hacerlo tuyo.
Y de sólo acordarme de esas palabras, de imaginarla a ella de vieja viendo su librero y tomando un libro, hojeándolo y sonriéndole a las páginas, de verla ante mí con una sonrisa torcida entre arrugas y del paso de los años en su rostro, me imaginé ahí, viéndola vieja y al mismo tiempo joven, soltando lágrimas al ver las fechas en las que pasó su esencia por esos libros. Y de imaginarme eso, a ella y recordando sus palabras, me es imposible no sentir un nudo en la garganta y una ternura abismal. El ver a esa joven soñando en su vejez y amando sus libros, el tenerla al lado de mí, viéndose a sí misma entre las luces de la ciudad pasando a nuestros costados, hizo que reflexionara de todo lo que hacía. No lloré, no solté ni una sola lágrima, pero sentí ganas de hacerlo. Me limité a sonreír y seguir manejando, escuchando maravillado el cómo se describía en su senectud.
Llegamos a su casa, aún sin callarnos y con el deseo de seguir manejando. Y estando ahí, nos besamos. La besé mil veces, sintiendo su cuello y besándolo, al igual que su espalda. “Podría besarte toda la noche, pero tienes que entrar a tu casa”, fueron mis palabras. Ella asintió, no dijo nada al respecto, pero sabía que podría quedarse en el auto, acurrucada conmigo, estando el uno con el otro. Cuando estuvimos fuera de éste, ella con una sonrisa imborrable me invitó a pasar a saludar a su madre, que llevaba horas esperándola. Pude haber dicho que no y partir a la ciudad de nuevo, pero acepté casi por instinto. Entré a la casa y vi, no era la primera vez que la saludaba. Fui cortés y hasta destaqué el que le haya comprado flores a su hija, quien seguía sonriendo de oreja a oreja. Su madre me agradeció y le deseé las buenas noches, y ambos salimos de nuevo, ella para despedirme.
―Mi mamá te ama ―dijo.
―¿De verdad? ―respondí―, ¿qué te ha dicho?
―Luego te platico. ―la besé de nuevo, dos veces, y me fui.
Para mi fortuna, o mala fortuna, la noche aún no tocaba su fin, y apenas era la una de la mañana. Había hecho la promesa de asistir a la despedida de una de mis mejores amigas, mi amiga, de la carrera, la cual se saldría de la facultad para seguir su sueño de estudiar diseño. Nos había citado en Génesis, una discoteca en un hotel perdido en la Avenida 16 de Septiembre. Toda la semana mi amiga nos había advertido que se llenaría el lugar, así que teníamos que llegar temprano. Como soy muy terco, corrí el riesgo de llegar tarde y no pedir la dirección, confiando ciegamente en Google Maps, con el cual tengo una relación de amor y odio, puesto que no suelo seguir sus atajos y, cuando lo hago, termino rodeando de más. Ése día no fue la excepción. Google Maps es aquella ex pareja que te odia a muerte y que está dispuesta a joderte la vida en cada oportunidad que tenga. Pero decidí confiar en ella, puse “Génesis” en el buscador y el primer resultado me hablaba de un tal “Génesis Discoteca”, ¿qué podría salir mal? Pues todo, ya que terminé perdido en Prolongación Alcalde, a escasos veinte minutos de donde debería de estar.
Finalmente llegué al lugar correcto, gracias a mi otro amigo, quien me esperaba ansioso por ver un rostro familiar. Para mi sorpresa, la fila para ingresar a la discoteca era enorme. “No tengo prisa”, pensé. Y no la tenía, pero extrañaba el libro que había dejado en mi auto, precisamente para momentos como ese. Esperé poco más de diez minutos, masajeándome con mi otro amigo, hasta que éste me llamó y me dijo “wey, ya no van a dejar entrar a nadie”, así que le ofrecí rite e irnos de ahí, no sin antes hablar por teléfono con mi amiga. Le dije que los culeros no me querían dejar entrar, y que lo sentía mucho. “No te pero apures”, dijo ella. Yo pensaba que estaría molesta, incluso decepcionada. Pero sonaba feliz, igual y andaba con algún joven galante, qué sé yo.
Mi otro amigo y yo partimos del bar. El encargado del estacionamiento, con una mueca de duda, me preguntó si yo era el tipo que acababa de entrar. Y tras decirle que sí, optó por no cobrarme el boleto. De no haberme besado con ella, creo que ese sería el momento más feliz de mi noche.
Mi otro amigo estaba decidido a invitarme una chela en muestra de agradecimiento, así que nos dirigimos a Chapultepec, a un bar del cual él tenía muy buenas referencias, donde, palabras más, palabras menos, mi otro amigo había pasado varias noches en sus tiempos preparatorianos. Para nuestra mala fortuna, el lugar estaba cerrado. Así que caminamos un poco más hasta llegar a Pistones, un bar sobre la misma calle. Y no hizo falta mucho tiempo para darnos cuenta que toda la avenida, que suele estar a reventar de jóvenes en las noches, estaba solitaria. Incluso el bar, no había más de diez personas en él. Él pidió su chela y yo la mía, mientras hablábamos de temas mundanos, de nuestros sueños, el amor y lo chistoso que era sentirse viejo y joven a la vez, llegando a la conclusión que ambos percibíamos que llevábamos años estudiando y que aún nos faltaba mucho.
Terminado el alcohol, lo llevé a su casa, en uno de esos fraccionamientos fresas de la ciudad. No sabemos ni cómo llegamos, no por el alcohol en nuestras venas ―el cual yo tenía mucho, pero no me sentía ebrio―, sino porque somos demasiado despistados. Lo despedí con un apretón de manos y un abrazo, y le chiflé mientras me iba en mi auto de regreso a mi casa, llegando así a las 3:30 de la mañana.
Mis padres estaban dormidos, así que sólo les hice ademanes de mi llegada y me fui a dormir, sabiendo que el día de mañana le ayudaría a aquella a cambiar su cama. Le avisé a ella que ya había llegado, sano y salvo, y dormí con una sonrisa en el rostro.
Comments