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Nunca vio sus cartas

  • Foto del escritor: Juan Carlos Orozco
    Juan Carlos Orozco
  • 24 may 2018
  • 8 Min. de lectura

A estas fichas se les nota la calidad, son más duras que las que tengo en casa, su material es diferente. No son de plástico, sino de algo más duro.

―Señor, es la ciega grande.

Miro al hombre a los ojos y después a los dos naipes que hay sobre el mantel, desconozco lo que veo.

―¿Cómo dijo? ―tanteo con mis manos la mesa y siento el fieltro y el borde de cuero que sobresale de la mesa. La mujer frente a mí me sonríe, doblándosele los labios sobre sus enormes pechos casi descubiertos.

―¡Aguas con tu copa! ―me dice un hombre a mi lado, moviendo mi bebida del cuero a la mesa, en lo seguro del fieltro―. La ciega es de tres rojas.

Las toma de mi montón de fichas y las arroja al centro de la mesa.

―No he visto mis cartas ―le respondo al hombre, que me sonríe. Su color de piel es color madera recién barnizada.

El sujeto no me responde, y aprovecho para sentir mis manos, están pegajosas, pegajosas como la sensación del haberlas zambullido en un lugar desagradable. Me miro mis brazos, cubiertos por un saco oscuro y de fondo una camisa blanca. Con la punta de mis dedos desabrocho los botones suficientes como para poder tomarla y oler mi esencia: apesto a cerveza, cigarro y sudor rancio, pero un olor dulce aún puede ser percibido.

―Señor, es su turno ―repite el hombre que reparte los naipes.

―¿Qué tengo que hacer?

El sujeto a mi lado toma todas mis fichas y las pone en el centro de la mesa, nadie dice nada.

―Pero no he visto mis cartas ―le digo. Vuelve a sonreír, tiene los dientes amarillos y el cabello grasiento.

―Te tardas mucho ―dice sin verme, aún con los dientes de fuera.

―Muestren sus cartas ―repite el repartidor.

La mujer de los grandes pechos enseña sus naipes y yo abro los míos, sólo veo garabatos en ellas. Ella ríe y le tiemblan los senos, tomando todas las fichas.

―Te tienes que ir, amigo ―me dice el hombre.

Me levanto del asiento y tomo mi copa. Le doy un sorbo, sabe a lo que se siente el frío en la playa. Veo a mi alrededor, es un cuarto totalmente oscuro, a excepción de las mesas de juego, que están alumbradas por una gran luz en el techo. Hay cinco mesas repartidas en desorden por el cuarto, y apenas si hay personas sentadas en ellas; todos los repartidores son feos. Las botellas y latas y vasos están desparramados por el suelo, el pegajoso suelo, pegajoso como el refresco seco.

Un escenario está postrado en una de las esquinas del cuarto, una mujer baila en un tubo. Es bella, me digo. Es decir, está desnuda, y siento que eso me gusta. Tiene unos calzones rosas y una peluca del mismo color, sus pechos están sueltos, sus pezones me apuntan certeramente. Sonríe, como las sonrisas que se dan las flores cuando les das agua. Sus pezones también son rosas.

Nadie la está viendo, todos miran sus cartas o las cartas de los demás, tampoco hay música que anime la velada. El único ruido es el chocar de las fichas, las cartas siendo repartidas y el rozar de sus muslos sobre el tubo.

Tomo una silla de una de las mesas, no pregunto si está ocupada y tampoco me dicen que lo está. Y me siento, frente al escenario. Hay un vaso en el suelo, medio lleno o medio vacío, y lo vierto sobre el que ya tenía. Ahora el sabor que tiene es el que da cuando pisas popó de perro.

La mujer no me mira, solamente baila en su escenario, cerrando los ojos, sus ojos pintados de labios y sus labios pintados de ojos. Sigo tomando, y me acostumbro al sabor de lo que ingiero. Me gusta, me gusta cómo ella encuentra el ritmo en las cartas, en el juego. Después de un tiempo baja del escenario, y ve a todas partes, con una mirada de esa que da cuando despiertas de una siesta pensando que han pasado cinco minutos, pero que en realidad han pasado tres horas. Su frente suda, y yo sudo. Me ve sudar, sentado ahí. Baja, sin quitarme sus ojos de labios y sus labios de ojos. Y estira la mano y me toca la mejilla. Quisiera decir que su piel es suave, pero tiene una sensación parecida al de un huevo podrido. Pero me gusta, me gusta ella y su peluca rosa.

―¿Llevas mucho tiempo ahí, guapo? ―me dice. Como no puedo ver mi propio rostro, supongo que con guapo se refiere a mí, aunque no sé todavía si soy guapo.

―Es que perdí el juego, no me dejaron ver mis cartas.

No dice nada, suelta mi mejilla y se cubre los senos con una blusa que tiene. Me doy cuenta que puedo seguir viendo sus pezones.

Camina unos pasos y se acerca a uno de los repartidores de cartas. Se cuentan cosas al oído, como las cosas que se cuentan los que se pasan respuestas en los exámenes. Me miran, como los maestros que los descubren, y me sacan de ahí, con empujones parecidos al granizo sin paraguas.

Una vez afuera veo los coches moverse por la calle, con la prisa de una pareja que hace mucho tiempo no se acuesta.

―¿Te puedo pedir un taxi? ―veo que me dice la mujer de la peluca, se ve preocupada.

―No sé dónde vivo ―le respondo.

Ella se me acerca y comienza a hurgar mis bolsillos, hasta sacar una cartera.

―No es mía, yo no uso cartera ―le digo, pero parece no importarle.

Busca entre las tarjetas metidas en los pliegues, hasta encontrar una aparentemente reciente.

―Hotel Iberia, calle Alameda número 9, Guadalajara.

―Esa tarjeta no es mía, yo no soy de Guadalajara.

―No, bobo. Ya sé que no ―me responde, con esa fuerza de la luz del sol en invierno―. Te pediré un coche, yo invito. Pero descansa un poco, ¿sí?

―No, no puedo. Yo no tengo coche.

―Tus pupilas están bien, no hay indicios de que estés drogado o pedo. Supongo que ese chipote que tienes en la nuca hizo que te confundieras un poco. Vamos, ya está aquí el auto. ¿Sí, señor? Al hotel Iberia. Sí, aquí tiene. Quédese el cambio, pero asegúrese que entre al lugar, ¿sí? Gracias, sí. Adiós.

Abre la puerta y me ayuda a subirme, con las maneras de las hojas en el viento. Y las calles pasan y pasan, y los semáforos no nos detienen. Andamos y andamos, seguido de rostros y mareas de luces.

―Está amaneciendo ―dice el señor que maneja el coche―. Buena fiesta, ¿no?

―Lo sabría, si me hubieran dejado ver mis cartas ―respondo consternado―, pero lo que sí sé con certeza es que me gustaba la peluca de esa mujer.

El coche se detiene después de unas andadas más, y el hombre, una vez que estoy en el suelo, acelera. Camino y veo a una mujer ahí, parada como se paran las gotas cuando se nubla el cielo. Se muerde las uñas y llora. Me ve y me grita. Se me acerca y me golpea.

―Lo siento, pero yo no puedo ser golpeado, me faltan mis fichas y me dijeron que ya me tenía que ir.

La mujer cae en sollozos, mientras toma de mi brazo y me jala hacia el lugar, y del lugar al elevador.

―Eres un patán, Juan Carlos. Eres un estúpido, ¿cómo puedes hacer esto? Irte así con desconocidos porque te enojaste conmigo. Irte así nomás, a mitad de la noche, con los músicos del hotel a quién sabe qué carajos. Ni siquiera me escribiste para decirme que estabas bien, y llegas en un taxi a las siete de la mañana de no sé qué agujero perdido en la ciudad. Y con tu cara perdida y tus pendejadas en los labios, así bien puesto. Qué chingón, ¿no? De verdad está maravilloso. Ya no aguanto, ¡ya no aguanto, carajo! De seguro ahí andabas, codeado de putas y maleantes. ¿Tan siquiera traes tu cartera? ¿Juan Carlos? ¡Responde, carajo!

―Yo no uso cartera.

Me mira, con unos ojos de cielo nublado. Cuando se abren las puertas vuelve a llorar y corre al cuarto, la sigo porque huele rico.

―Te valgo madres, ¿no? De verdad te valgo madres. Esta relación y yo te importamos un carajo.

Se queda llorando en el borde de la cama. El cuarto huele a hoja recién impresa.

―¿Tienes agua? ―pregunto.

Alza la mirada, me ve con sus ojos llenos de leña en fogata. Se levanta y me toma del brazo. Abre la llave de la regadera y a empujones parecidos a los que ya me habían dado me mete abajo del chorro.

Se siente bien, el agua. Hace que me quiera quitar mi ropa. Me la quito, una por una y veo el pequeño jabón que hay detrás del chorro. Lo tomo y me tallo todo el cuerpo, esperando a que pase el mal olor que antes salía de mi cuerpo. Cuando paso por mi cabeza, siento un dolor en sus esquinas. Me dejo y cierro la llave, para salir desnudo a buscar algo qué ponerme.

Ella sigue sentada en el borde de la cama, ni siquiera me voltea a ver cuando paso frente a ella. Si yo fuera ella y ella fuera la mujer de la peluca rosada, sí la vería.

―¿Te acostaste con alguien más? ―dice, mientras me pongo ropa interior, tengo frío.

―Yo no me he acostado, acabo de llegar.

―¿De dónde acabas de llegar, amor?

―Estaba oscuro. Perdí dinero. Había una mujer que me ganaba todo mi dinero, era linda. Luego me sacaron de la mesa y ahí la conocí.

―¿A quién conociste?

―Pues… ―me pongo el suéter y saco unas botas, para caminar después―, ¿cómo? ¿Cómo que a quién? ¿No la conoces?

Ella me mira, con el maquillaje en su rostro, como carro sucio debajo de la lluvia.

―Ah, ¿la conozco?

―Parece que todos la conocen. Tiene una peluca rosada, y es muy atractiva. Hace cosas que tú no haces.

La mujer vuelve a llorar.

―No sé si pueda más con esto, Juan Carlos. Pero dime, por favor dime que no lo hiciste.

―Oh, bueno. Si te refieres a lo que creo que te refieres, claro que lo hice.

El llanto de la mujer se hizo más sonoro.

―Ella no hace ese ruido que tú haces. Ella solamente hace lo suyo, moviendo sus pechos y sonriendo de esa manera… de… de la manera en que se sonríen los perros en el parque.

―Lárgate. Por favor, lárgate. Toma tus cosas y lárgate ―se levanta de la cama y me ve con esa leña, a punto de estallar―. ¡Lárgate!

―La mujer de la peluca rosada no me hablaba así. Creo que la buscaré.

La mujer frente a mí comienza a gritar. No me gusta ese ruido, así que salgo a la calle. No sé usar el elevador, por lo que bajo los escalones, hasta que me encuentro a alguien que sube.

―¡Hola! ―le digo.

―Buenos días, señor ―me dice―, ¿en qué le puedo ayudar?

―Busco la puerta. La puerta que lleva a la calle, de donde vengo.

El hombre me mira con esos ojos con los que se mira a una mancha en la camisa.

―Un piso más abajo y a la derecha.

―Yo no sé cuál es la derecha, no traigo mi reloj.

El hombre ahora me mira con ojos de basura quemada. Me indica que lo siga y me lleva a la entrada.

Me siento bien de estar afuera. Veo a la gente ir a donde tiene que ir, y camino por donde recuerdo que me habían dejado. Camino, como caminan las ruedas de una bicicleta. Y me detengo, después de que alguien me grita que me detenga.

―¡Juan Carlos! ¿Dónde estabas? ―me dice una voz atrás de mí, llena de chocolate en sus palabras.

―¡Hola! ―respondo―, estaba buscándolos.

Al lado de la voz veo a un grupo de personas subiendo cosas a una camioneta. El que me habla es un sujeto muy agradable de vista, y lo acompaña otro hombre que me sonríe y otras dos mujeres que se les nota en los ojos que están felices de verme.

―¿No viene tu esposa? ―pregunta una de las mujeres.

―No, creo que está enojada porque no traigo cartera.

―No la necesitamos, Juan Carlos. Vamos, sube.

Me subo a la parte trasera de la camioneta, todos se ven como si estuvieran viendo llover cuando hace calor. Una de las mujeres se me acerca y me mira preocupada.

―Vaya, ayer sí que te diste un buen golpe. Ya se te ve mejor. ¿A dónde fuiste después? Te extrañamos en la cena.

―Fui a conocer gente ―respondo―. Hice nuevos amigos.

―Nosotros iremos también a conocer amigos ―dice la otra mujer―. Nos la pasaremos bien este día.


 
 
 

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