Lentes, gafas y anteojos
- Juan Carlos Orozco
- 14 nov 2017
- 4 Min. de lectura
El hombre contaba sus ganancias, sentado en su banquito de madera frente a la mesa con una pequeña pila de lentes y etiquetas. El sudor humedecía tanto su barriga y senos que el aire del ventilador apenas y le refrescaba la carne.
Sonó el teléfono.
―¿Hola? ―dijo.
―Hola, Juan ―respondió la voz.
―¡Martha! Milagrazo. ¿Ya vienes?
―No, creo que no. ¿Hablamos?
―Eso hacemos.
―Ya no puedo, Juan.
―¿Con qué, primor?
―Me duele la cabeza. De verdad ya no puedo.
―Una chela y se te quita, primor. No hay mal que no cure el alcohol, menos el alcoholismo.
―Juan, hablo en serio. Me duele, ya no puedo.
―¿Con el dolor? No pasa nada.
Se quedaron callados. Las aspas del ventilador y el chirrido de los engrandes de plástico armonizaban la tarde.
―Hoy vendí varios ―prosiguió él.
―¿Sacaste?
―Sí, algo. La banda es mensa, primor. Se creen mucho ahí acostadotes como lagartijas en sus camastros. Uno sólo tiene que esperar a que el sol los atarante y zas, llega uno.
―Ajá.
―Y lo mejor es que hasta cuando los tienen puestos se los puedo quitar, siempre y cuando no sean de sol.
―Ajá.
―Ya verás, amor. Cuando regreses de la ciudad verás. Tú me vas a echar una mano.
―Ajá.
―Te extraño, mi Matti.
―Ay, amor. No quiero regresar. Es que ya no puedo, de verdad. Me arde mucho, mis pies no aguantan. Mis nalgas tienen moretones, de verdad ya no puedo.
―¿Qué dice el patrón?
―Que le debo lana.
―Y, ¿por qué no te vienes y lo dejas?
―Porque tengo que trabajar, Juan. Tengo que acabar los turnos. No puedo más.
―Pues ven, amor.
―No, pero tampoco puedo vivir con tus lentes. No es como si yo hubiera hecho lo mismo que tú. Yo no fui aprendiz de ningún doctor ni trabajé en un consultorio.
―Pues no necesitas.
―Sí, cómo es que no.
―No, pero no necesitas.
―Cómo no. Tú tuviste a Don Paco que te dijo lo de los vidrios. A ti te contó cómo hacer la graduación al tanteo, por eso te va bien. Por eso andas de un lado para otro entre la arena con los turistas. Porque tú sabes.
―Pero nunca ejercí, amor. Yo sólo se medirle a los lentes y venderlos a los que los necesitan. Eso se llama vender, amor. Es mercadotecnia.
―Yo no hago eso, Juan.
―Nombre, si tú vendes.
―Pero es diferente. Todos me buscan y saben dónde hacerlo. Es que ya no puedo.
―A ver, a ver. ¿No puedes o no quieres?
―Es que ya para qué. Ya no puedo. Ya no quiero, de verdad ya no quiero.
―Pero si sólo te tienes que venir.
―No, eso no. Ya me quiero matar.
―¿Cómo que te quieres matar?
―Pues sí, ya no quiero.
―No voy a ir a tu funeral si te matas, Matti. No lo vas a hacer.
―Lo he estado pensando, y es verdad.
―No lo vas a hacer.
―Todas las noches me duermo con el deseo de que ya no despierte, quedarme en mi camita sin respirar.
―Si lo haces, no iré a tu funeral.
―Sí irás. Te tienes que despedir.
―Pues…
―No podrás vivir con ese peso en tu consciencia.
―Y tú, ¿podrás con el dejarme aquí solito?
―A estas alturas ya no me importa nada.
―No iré a tu funeral.
―¿Me vas a dejar sola?
―No iré, te lo juro en vida. Y convenceré a todos de que lo que hago es lo correcto.
―Y, ¿si mi última voluntad es el que tú vayas?
―No, incluso si en tu última voluntad estipulas que yo vaya, no iré.
―No te creo.
―Te lo juro. Te juro que no iré.
―Ya quiero dormir.
―Y quemaré todos tus libros.
―Me duele mucho la cabeza.
―Iré por ellos y los quemaré todos. Y cada vez que vaya a una librería, compraré todos los que reconozca de los que me has hablado y los quemaré. No, me quitaré los ojos. Me quitaré los ojos y andaré ciego. Y cada vez que escuche tus canciones, cambiaré de estación. No, es más. Me quedaré sordo: me arrancaré las orejas para ya no escuchar tu Infante, Sabina ni Lara.
―Amor…
―Me las arrancaré yo mismo, las destrozaré para ya no oírte ni verte en todas partes. Y si no lo hago, no tendré otra pareja.
―Corazón…
―Cogeré con la primera mujer que me preste atención, gastaré todo mi dinero en prostitutas hasta que se me caiga el pene, para que así olvide el calor de tu cuerpo. Seré un vago, no pensaré ni con quién me acueste porque todas serán el instrumento para olvidarte, porque nadie se te va a acercar ni tantito. No me voy a enamorar por miedo a que esa persona quepa en tus ojos.
―¿Me permites?
―Estaré ciego, sordo y sin sexo hasta que muera. Y en mi último pensamiento que tenga no pensaré en ti, lo juro. No pensaré en ti porque dijiste que me amabas y que íbamos a estar juntos. No pensaré en ti porque me abandonaste, me dejaste solo. Haré todo eso, lo juro. Ni recordaré tus aromas porque también me arrancaré la nariz.
―Ya…
―Y sólo para joderte en muerte, viviré muchos años, tantos que te va a dar coraje allá en donde estés. Como tú me abandonarás en vida, yo te abandonaré en la muerte y más te vale que me extrañes tanto que te arrepientas de haberme dejado solo.
―Querido…
―Ya verás, mujer, que lo que te haga sufrir no se va a comparar con el que tú me dejes quitándote la vida.
―Quiero irme a dormir, me duele la cabeza. ¿Te veo mañana?
―Sí, te amo.
―Yo también.
El hombre colgó el teléfono y con el paño húmedo en sudor limpió uno de los lentes con graduación de 2.50 y 1.75, quitándoles la sal y arena del cristal.
Commentaires