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Embolia gaseosa

  • Foto del escritor: Juan Carlos Orozco
    Juan Carlos Orozco
  • 18 feb 2018
  • 7 Min. de lectura

Era el décimo día consecutivo de lluvia en la ciudad, y yo llevaba casi ciento veinte horas continuas en el hospital con descansos esporádicos, alimentándome de café, galletas y una que otra golosina que podía sacar de la máquina expendedora con las monedas que me encontraba en el suelo.


En la radio sonaban noticias de que ya iba a dejar de llover en cualquier instante, solo hacía falta esperar con paciencia. Las autoridades recomendaban no salir por ningún motivo, así que las clases se habían suspendido. Mis hijos se habían quedado con Mónica en la vieja casa de mis papás, pero no imaginaba que los extrañaría tanto; no es la primera vez que me quedo muchas horas en el hospital, pero nunca había pasado más de las cien. Simplemente no podíamos salir de las instalaciones: podríamos ser arrastrados por la corriente, alzados por los aires con la fuerte ventisca o aplastados por los escombros que iban de un lado a otro de la ciudad, y entre mis pendientes no estaba el ser asesinado por un puesto de tacos o de tejuinos.


A grandes rasgos, nos enfocábamos en atender a los pacientes que ya se encontraban en el hospital. Pero si algún valiente se animaba a venir a pesar de todos los peligros que se encontraban en el camino, nos veíamos forzados a atenderlos, pero debido a la falta de espacio, no les pedíamos que se quedaran. Los primeros días sí tuvimos la cordialidad de dejarlos en el hospital y acomodarlos como se nos diera a entender, pero mientras más escaseaban los recursos y la paciencia, desmotivada por la falta de sueño, teníamos menos misericordia por los recién llegados. No somos un albergue, instaba el director.


El hospital se había convertido en una fortaleza, en donde la democracia ya no existía. Muchas de las máquinas de golosinas habían sido ya asaltadas por el cuerpo de seguridad, que era el brazo de poder del director, quien se encontraba en su barricada en lo más alto del edificio. El poder lo había vuelto loco, y el director de seguridad se había convertido en su herramienta coercitiva, usando a sus hombres para infundir temor y ejercer su palabra como ley. Se corría el rumor que intercambiaban víveres por favores sexuales. De todas maneras, si sólo hacíamos nuestro trabajo no tendríamos problemas. Aún no llegábamos al punto en que el aislamiento se volviera una tiranía: días después de este que cuento, alrededor del día quince de encierro, sucumbiría a la locura y me adentraría a las orgías. Por el día veinte juntaría a un grupo de empleados y buscaría derrocar a los directores para hacernos de la comida, que para ese entonces se habrá agotado. Para el día veintiuno la revuelta habría terminado y yo estaría prisionero, desnudo y golpeado, en los refrigeradores, escribiendo mis memorias con una pluma sobre las etiquetas de los frascos. Para el día veintidós ya estaría muerto de hipotermia, y mi cuerpo sería vestido de nuevo y arrojado en plena oscuridad hacia los riachuelos de la ciudad, que probablemente desembocarían en la periferia. Y si dejara de llover, tal vez encontrarían mi cuerpo.


Con el pasar de las horas, mis colegas médicos veían con más lujuria al cuerpo de enfermeras, olvidando a sus esposas que se mantenían encerradas en sus casas y con sus hijos. El instinto animal de las personas se convertía en una lucha de sed carnal. Otros optaban por infiltrarse a escondidas en los almacenes de medicinas y robar diferentes drogas para realizar orgías a medianoche, rebajando el alcohol etílico en refrescos y jugos de las máquinas que aún no habían sido asaltadas.


Por mi parte, yo me mantenía lejos de todo el caos que convertía en bestias al resto del personal. Juntaba toda la comida que tenía y la almacenaba en mi oficina, cerrada con llave en una soledad total. Sabía que algunos médicos hacían lo mismo que yo, pero los que seguíamos cuerdos éramos pocos, en silencio y escondidos de los de seguridad. Había noches en las que en patrullas deambulaban entre los pasillos a la caza de comida y alcohol para sus líderes.


Hubo una noche en la que sonó mi teléfono, solamente en el hospital había luz y todas las llamadas eran realizadas entre el personal: eran las secretarias de la recepción, alguien había llegado por una consulta. Me indicaron que había sido el único en contestar el celular, no hacía falta decirlo: el resto se encontraba cogiendo en los baños o sufriendo una terrible cruda, y los pocos cuerdos que restaban se preocupaban por los pacientes, si es que no conspiraban con ellos para saciar la locura que los iba poseyendo. No aguantaríamos mucho, así que el contacto con uno de los de afuera era mi única ocasión de recuperar un poco de mi humanidad.


Le dije a la secretaria que le indicara al paciente que esperara en la misma recepción, que en un momento bajaba. Seguido de esto, me lavé lo más rápido y mejor que pude en los baños de mi oficina, procurando verme decente. Las regaderas se habían convertido en el punto de encuentro de las orgías.

Bajé a toda prisa por las escaleras, mientras me daba cuenta del ruido continuo del caer de las gotas. Ya me había acostumbrado a ellas, y del esporádico rugido de los truenos.


Cuando llegué a la recepción no lo reconocí a primera vista, pero era él.


Un hombre ya desgastado, con una barba manchada de canas y unos ojos cansados, con un pequeño temblor en lo largo de sus manos flacas y algo cabizbajo. Curiosamente, estaba totalmente seco, a pesar del diluvio al que nos enfrentábamos.


Le extendí la mano y le dije mi nombre, Dr. Rodríguez, y él me dijo el suyo, Juan Carlos Orozco. Ahí un temblor me recorrió de las pestañas hasta la uña enterrada en mi dedo meñique del pie derecho. El hombre estaba tan desorientado que no pareció reconocerme, ni mucho menos percatarse que me encontraba en estado catatónico.


Procuré verme profesional y le indiqué el camino a un consultorio que por certeza esperaba que estuviera libre de médicos o enfermeras. Curiosamente la cama estaba limpia y las sábanas en su lugar, no era de esperarse en un hospital que llevaba días en el encierro y el degenere.


Orozco caminaba arrastrando los pies, cualquiera supondría que se encontraba ahogado en alcohol o hasta el tope de alguna droga. Pero sus pupilas estaban normales y el olor que expedía era de menta. Lo senté con cuidado en la cama y revisé sus reflejos, estaban perfectos, pero sin duda tenía algo.


¿En qué le puedo ayudar, señor?, dije. El hombre miraba hacia mis pies y balbuceaba que necesitaba ayuda, le dolía mucho la cabeza. Tomé un vaso y lo llené de agua, poniendo unas aspirinas y se lo acerqué a su mano temblorosa. Un poco de plática le ayudará a sentirse mejor, señor, añadí. Me regresó la mirada, sonriendo. ¿Sabe cómo se llama? ¿Cómo llegó aquí?, pregunté de nuevo. Sí, dijo el hombre, vine caminando. Es que me duele mucho la cabeza, como si me hubieran golpeado. Eso es imposible, añadí, está lloviendo durísimo. Orozco rió. Sí, dijo, parece que es Macondo. Volvió a reír, mostrando sus dientes. Guardamos silencio mientras se terminaba su vaso de agua, tenía que saber si me recordaba, pero no quería decirlo en ese momento, no textualmente. No quería que se fuera hasta que yo mismo terminara con él. Hábleme de usted, le dije, cuénteme de su vida. El hombre se rascó la oreja con la punta de la uña del dedo índice y torció la boca, mirando al techo. Soy escritor, dijo, escribo cuentos, vivo solo, he hecho cosas malas, me la he vivido ebrio, pero en este momento estoy sobrio, ya no tomo. ¿Qué cosas malas ha hecho?, insistí, ¿alguna en su juventud?. Uy, exclamó, en mi juventud sí. Pero todos hacemos cosas malas en la juventud, doctor. ¿Apoco usted no?


Su pregunta me había hecho pensar en todo lo que me hizo ese hombre, que ahora tenía la mala fortuna de pararse en mi consultorio. Yo nunca había hecho algo malo en mi juventud, más que intentar sobrevivir los difíciles cinco años que compartí con él.


Orozco sonrió de nuevo. Fui particularmente malo con una persona, dijo. Se llamaba Jorge, le decíamos Mr. Bean. Lo golpeaba, lo humillaba, lo insultaba. Me pasé toda la adolescencia rebajándolo a la miseria total. Él una vez se enamoró y yo conquisté a su chica, la misma que a los pocos meses me dejó de importar y la dejé a su suerte. Orozco volvió a reír. Yo de verdad sentía desprecio por él, ¿sabe? Y él solamente no lo entendía. Era su culpa. Siempre regresaba a mí, buscando mi amistad. Me invitaba a su casa, me sacaba plática. Hacía de todo para que lo aceptara, pero no lo hacía. Al contrario. Con cada intento suyo me volvía más agresivo con él. Pero no entendía. ¿Cuál es su explicación médica, doctor?


Intentaba no llorar. Por supuesto recordaba todo lo que había pasado. Me mordía la lengua y procuraba mantenerme de pie. Me acaricié la nariz y respiré profundamente antes de hablar: Era totalmente inseguro, dije. No tenía amigos, y mientras peor lo tratara, él sentía que debía ganárselo. El ser humano busca lo que lo repele. Por su parte, usted solamente lo detestaba y sentía ira al ver que no se alejaba. Usted fue totalmente cruel, apuesto que se lo dijo un sinfín de veces que no quería ser su amigo, pero usted no se daba cuenta de la inseguridad con la que cargaba su compañero. Pudo haberlo tratado mejor, de haber querido.


Ambos guardamos silencio. Yo metí la mano al bolsillo y sentí la jeringa vacía que iba cargando desde hace varios días.


Dígame, señor, dije, si usted pudiera volver al pasado, con todo el conocimiento que tiene ahora, sabiendo incluso mi opinión médica, ¿haría las cosas diferentes con este chico?. Orozco me miró a los ojos y poco a poco se le dibujó una sonrisa melancólica, llena de añoro. Yo creo que lo trataría peor, dijo.


Apreté los labios y bajé la mirada con el estómago hirviendo de coraje. Me levanté y saqué la jeringa. Tengo algo que le hará cambiar de opinión, y tal vez haga que se sienta mejor, dije. Orozco alzó su brazo y se remangó la camisa hasta el codo, mostrando una vena verde que le destacaba del resto. Por favor, Jorge, dijo, hazlo. Inyecté todo el aire que tenía, sin sabes cuántos miligramos estaba introduciendo, pero sabiendo que las probabilidades de que muriera dependían de esa desconocida cantidad.


Al terminar salí del consultorio y me dirigí de nuevo a mi oficina, mientras los gemidos de las orgías y las marchas de los escuadrones retumbaban entre los pasillos, al ritmo de una tormenta que no apuntaba a que terminaría en los próximos días.


 
 
 

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