Bolero de cantina
- Juan Carlos Orozco
- 13 may 2018
- 7 Min. de lectura
Siempre que se va a coger con las putas me deja bien puesta en la base de la cama del motel de la avenida; siempre el mismo, siempre mal doblada. Aunque tú me has echado en el abandono, me va a cantar en La Faena en unas cuantas horas, porque muchas no se sabe, y las que se sabe no sabe cantarlas. Se inventa letras, revuelve palabras y no pronuncia como lo hacían los mero meros, de esos como los que sí me gustaría el haber estado en sus hombros, boleros de verdad, machos bien derechos y no encorvados como este.
Si me preguntan, que en verdad nadie hace, yo no pedí estar aquí. Este pordiosero apestoso nunca ha podido explicar el por qué una vez amanecí entre sus dedos. De verdad, si no me le hubiera pegado por lástima, en aquella vieja Madero, debajo de un poste más mugroso que las manos con las que ahora le aprieta las tetas a las mismas putas de hace veinte años, estaría todavía andando por la ciudad en vez de cubrirle las esquinas cuando mea. Y si también me preguntan, que no hacen pero igual le cuento a quien me escuche sobre estas sábanas con marcas de nalgas ajenas, me pusieron ahí unos verdaderos hombres, de esos con espalda ancha y brazos tonificados. En su noche de juerga, andando y andando de aquí y allá, cantando en cada esquina con la guitarra al hombro y las botas bien puestas, encontraron al pobre chamaco dormitando sobre sus rodillas y con algo de vómito sobre sus cachetes. Sí, digo y afirmo, que en ese entonces a mí también me dio lástima ver al niño tan niño y ebrio como hombre. Y en vez de seguir con la pista a La Merced, me dejaron ahí y se llevaron lo que quedaba de la botella, que del puro coraje no voy a decir de qué era.
Y me quedé. Aferrada a su saliva tal cual frazada. Y de haber sabido que sería utilizada como babero, como capa, como trapo de mecánico, me habría aferrado de los codos secos de mi viejo dueño, mi guapo y esbelto dueño, a quien me le pegué cuando lo escuché cantar y no lo solté hasta que vi a este intento de persona. Me agarraron desprevenida, chingado. Ni para darme una vuelta a la tintorería, para que pudiera perderme en el cesto y que termine en alguna confusión. Bastante suerte tendría si me quedaba con un muerto en un ataúd en San Fernando. De haber sabido, ¡de haber sabido! De haber sabido que ni tendría dinero para quitarme las manchas que se le han juntado a las manchas.
Pero ya es muy tarde para irme. Hipócrita, sencillamente hipócrita, me diría, perversa, te burlaste de mí. Lo vi irse cabizbajo de todas las cantinas sin un peso en mi bolsillo, ni con frituras en mis solapas o gotitas de tequila en el cuello. Ni besos en la camisa ni nuevas canciones que aprenderse. En más de una ocasión, cuando este pobre era joven, me tocó ser su pañuelo para la sangre. Golpes en los ojos, en las costillas. Yo ni me preocupaba, por mí que lo mataran ahí mismo en las escaleras de la Catedral. Capaz que así me lo quitaban de encima y me tocaba ser la capa de los asaltantes. Pero no, me veían tan sucia, más sucia que como ando ahorita, y me dejaban ahí puestecita. Se podrían llevar la guitarra de cuerdas de intestinos de gato, de esa que tenía ya hasta el sudor convertido en plasta sobre los trastes, el reloj que le bajaba a las putas que a la vez se lo bajaban a los clientes, o hasta los mismos zapatos, los que estaban ya desgastados y con chicles fosilizados en las suelas. Pero a mí no, me dejaban apestosa sobre sus magullados hombros. Y él ni se dignaba a disculparse conmigo por siempre traerme como quería, de su pendeja.
Pero eso sí. Cuando lo corrieron, la primera y segunda vez, fui lo primero que se llevó, aunque no tuve de otra por ya traerme puesta. La primera fue por no traer pesos por una semana, y la segunda para llevarse todo. La mujer ni lo quería, se la había robado de alguna casa, me acuerdo. Entramos a hurtadillas, y habría gritado para que bajara el Don y le pegara dos tiros en la mera maceta, así no me arruinaría y tendría un nuevo dueño. Pero no, no nos cacharon y se fugaron para acá al centro. Y cuando las cosas se ponían mal, ella amenazaba irse con todo y el renacuajo. Nunca pensé que sí se iba a animar, y fue como si hubiera desaparecido. Ojalá me hubiera llevado, me aguanto ser el pañal del bicho, con tal de no estar sobre los hombros meados de este.
Y a falta de amor, las putas. Y a falta de putas, más putas. La bronca no eran las putas que se encueraban de la cintura para abajo, la bronca es que las amaba, a todas por igual. No se les despegaba, y ya le tenían tanta confianza que le hacían descuento. Pero sólo las que ya llevaban más de dos décadas entre sus piernas arrugadas. Este tonto sólo me quitaba de su espalda para coger. Y cogía su tiempo, las mismas dos posiciones por quince minutos, si había suerte. Cuando había prisa, prisa de putas, eran dos minutos. Algunas ya estaban tan acostumbradas a sus besos arrugados que le fiaban, pero el muy cabrón a veces ni les pagaba. Total, dos minutos de su tiempo no eran tan valiosos como los cien pesos que le costaba. Y ganaban todos por igual, las llevaba a sus cantinas y lo único que les cobraba era un trago de la chela que les invitaran cuando los clientes se escapaban a vomitar al baño antes de llevárselas.
Una vez este cuate se animó a cogerse a una diferente, ya no eran las señoras gordas, con las tetas caídas, con las nalgas más secas que tomate partido en refrigerador, sino una niña, tan niña como el niño vomitado que yo conocí cuando tenía los botones parejos y no estos robados de las blusas de las putas. Esta niña no andaba en las calles de La Merced. Cuando se conocieron, hace ya rato porque esta historia ya tiene sus añitos, iba prendada de un gordo que se había quedado dormido y le sostenía la mano en su peda. Y la muchacha no se podía ir, por más que jalara de la prensa cerrada. Ahí fue cuando este cuate se puso vivo y le ayudó a librarse. A la muchacha le estaban pagando con botanas, ya que andaba tan mala que ni los convencía haciendo descuentos más bajos que los de vendedor del metro, y tenía que comer, eso lo noté cuando se encueró en el mismo motel de la avenida al que siempre vamos cuando este tiene a sus putas viejas. La llevó porque le prometió picharle una torta que, sorprendentemente, sí le pagó. La muchacha era flaca, de esas que las mejillas las traen hundidas y las costillas a punto de romperle la piel prieta. Qué pena me daba, tanta que disfrutaba más de ver sus prendas desparramadas en el piso, mientras que a mí me dejaba en la misma base de la cama. Yo me hacía la que no veía que ni los pelos le habían salido.
Y los zapatos y los pantalones podrán contarle, si es que tienen la decencia de platicar como yo platico, que el vago cantaba mejor que antes. Ya se animaba a gritar, ya hasta conseguía pesos suficientes como para comprarnos botones parejos. Pero prefería gastarlo en cosas para la niña, que se las daba en bolsitas de regalo después de cogérsela en el motel. Hasta que se le fue, en una noche que andábamos por donde se ponía, ya no la vio. Y la buscó en las cantinas aledañas y nada. Nada de nada. Él les dirá, si tienen la mala fortuna de preguntarle, que la muy puta se fue con alguien más. Pero estaba tan mala que de puro milagro no le pegó lo que traía a este, que de seguro me hubieran calcinado con su cadáver, como a tantos que les aplican la misma. Hoy vago solo en el mundo sin fin, no sé si pueda volverte a besar, le decía a las pulgas de la niña, y como un niño me pongo a llorar porque ya te perdí, a las pulgas porque sólo eso quedaron. Y estaban tan malas como la niña que a los días también se fueron, y ahí el amigo se dijo que de seguro se subieron con alguien más, como la muy puta de la niña.
Pero ya los años y las malas vivencias se han comido a este mal cantante, a esta farsa de artista, a este loco mugroso que ni para plancharme con las nalgas de las putas es capaz de hacer. Y como nunca supo llegarle a las notas, ahora se las da de guitarrista. Los tiempos han ido en su contra, ahora la chaviza prefiere las rocolas que los ancianos tocantes, que las voces en vivo y las cuerdas danzantes. Y aunque este vejestorio nunca tuvo nada de eso, le hacía el intento. Y la gente en los tugurios lo aguanta una o dos canciones que se toca para hacerse conocer, de aquí a que conquista a unos borrachos que de tanta cosa que se han metido confunden sus portazos con la Voz de Terciopelo. Pero ya cuando se hartan de él y le dan sus mugrosos veinte pesos y prefieren invertirle mejor a las de José José en la rocola, él se va con los dormidos para no enfriarse, aunque estos no escuchen ni paguen, pero aprecian más que los despiertos.
Quiero llegarte a querer en un amanecer, con quietud de cristal, le dice en sus notas a los que se le fueron, quiero llegarte a tener en un atardecer, de inquietud tropical. Al niño que ha de andar sin saber el dueño de su apellido, a la niña puta, a las putas viejas que se le han escapado entre las cuerdas, a los pesos malgastados en licores adulterados y por todos esos cacahuates que se le han caído al piso y se ha visto obligado a limpiarlos en mis solapas.
Me tienes, pero de nada te vale, soy tuyo porque lo dicta un papel, se canta cuando se come su torta de tamal frito y se limpia los bigotes con mi manga. Mi vida la controlan las leyes, se dice, pero en mi corazón que es el que siente amor tan solo mando yo, mientras le da golpes con la pelvis a las mismas nalgas de hace veinte años. El mar y el cielo se ven igual de azules y en la distancia parece que se unen, es con la que abre siempre sus canciones cuando se mete a las pocilgas. Mejor es que recuerdes que el cielo es siempre cielo, mastica cuando se roba las frituras de los dormidos, que nunca, nunca, nunca el mar lo alcanzará. Y cuando se duerme se canta a sí mismo permíteme igualarme con el cielo, y cuando lo golpean por robarse la chela escupe la sangre y grita a los puños que a ti te corresponde ser el mar.
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