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En la penumbra del sótano

  • Foto del escritor: Juan Carlos Orozco
    Juan Carlos Orozco
  • 14 jul 2017
  • 8 Min. de lectura

El último jueves de cada mes, el hombre del sótano pasa un cuento por debajo de la puerta. A veces es a las seis de la tarda que la desliza rápidamente y sin hacer ruido, y otras en las mañanas, antes de que todos despertemos.

Mi mamá nunca me ha dejado verlo, dice que es mala influencia para mí: que es un viejo borracho, un escritor que ha fracasado en todo en su vida. Ha estado con nosotras desde antes que yo pisara esta casa, y estoy segura que seguirá durante muchos años más. Todas las mañanas, mi mamá baja con una enorme charola, en donde tiene dos comidas: un desayuno y una cena. Hay veces en que sale de ahí con lágrimas en los ojos y un montón de papeles entre sus manos y se los lleva lejos, hasta hace poco supe en dónde terminaban; casi no sale con dinero, por lo que supongo que paga la renta con lo que escribe. Rara vez ella me ha pedido que le compre botellas de vino tinto en una de las tiendas de aquí cerca, de esas que vienen en pequeños cartones o las que tienen nombres rimbombantes y cuestan menos que una de licor corriente.

Siempre quise saber qué es lo que había ahí debajo. Me imaginaba toda una nueva casa, llena de muebles preciosos y un sinfín de personas en una constante fiesta que nunca llegué a escuchar. Soñaba que, cuando llegara a una edad adulta, sería invitada y recibida por todos, que me dejarían tomar de su vino y juntos reiríamos, especialmente mi mamá. Y tal vez el hombre me incluiría en uno de sus cuentos.

Hay algunos que mi mamá me lee y otros que se los queda, pero cuando ella sigue dormida, yo bajo hacia la puerta y espero pacientemente a que pase la carta: escucho sus pies arrastrándose por las escaleras de madera y un llanto quedito que pasa por debajo de la puerta junto con el papel doblado. Espero a que se vaya para tomarla y leerla con muchísima alegría, pasando mis ojos por cada una de sus letras: escribe a máquina. Algunos cuentos no tienen sentido, como aquél de las mujeres que vendían sus pellejos en las calles de la ciudad para poder darle de comer a sus hijos, pero otros eran de jirafas que deambulaban por los bosques y se comían las naranjas de su jardín. Mi mamá no puede enterarse que hago eso, se enojaría muchísimo; dice que no todos me corresponden por los temas que toca.

He intentado abrir la puerta en un sinfín de ocasiones, pero siempre la encuentro con el seguro puesto, está dentro y mi mamá tiene la única llave. Dice que al hombre de ahí abajo no le gusta que lo molesten, lo que hacía que supusiera que no estábamos invitadas a los festejos. Se me hacía una falta de respeto, que después de tantos años nos ignorara, años en los que mi mamá se despertaba para darle de comer antes de partir al trabajo, además de que éramos un excelente público para él y sus curiosos cuentos.

Sé que él sabía que existía, me ha visto un par de veces. En la primera estaba sentada, como en algunas mañanas, frente a la puerta. Mi mamá no estaba despierta a esa hora. Bajé las escaleras en cuclillas y me senté, esperando a que mi mamá me gritara para que fuera a bañarme o ver la carta pasar por debajo, lo primero que sucediera. Y escuché sus pasos y sus moqueos ir aumentando en intensidad poco a poco, hasta que se detuvo frente a ésta. Vi cómo giraba la manija de la puerta y tronaba el seguro, estaba asustada: pensé que saldría confeti y las luces iluminarían el pasillo, pero fue diferente. Vi que en el entreabierto se reflejaba un ojo café entre una piel desgastada, lleno de lagañas y lágrimas con una pupila agigantada en su centro. Yo quedé inmóvil en mi postura sobre el filo de la pared. De entre la penumbra que abundaba en lo profundo del sótano salió una carta sin mano que la arrojase y cayó a unos centímetros de mí.

Años después volví a ver a ese ojo latente. Yo quería saber quién era y por qué no nos invitaba a sus fiestas. Me acostaba frente a la puerta y veía por debajo de ésta con sumo detenimiento. Sabía que sólo podría ver sus pies, pero en aquella ocasión, sin necesidad de abrirla, él sabía que estaba ahí, esperándolo. Así que escuché sus pasos aproximarse y su típico moqueo junto con un lamento casi inaudible, y percibí cómo él también se acostaba, y con la luz del pasillo iluminaba ese ojo fijo, lleno de las mismas lágrimas que había observado. Nos miramos, sin decir ni una sola palabra, llenos de preguntas y sin afán de interrumpirnos en nuestro perseverante observar. Luego mi madre de improvisto me llamó a gritos para que fuera a bañarme, me levanté para responderle que subía en un momento, y cuando volví la mirada al suelo, había otro cuento a mis pies.

Hoy entré al sótano, determinada a ver otra obra suya. Mi mamá había llegado muy de noche por su trabajo, así que dormiría más horas de las que acostumbraba. Me senté en el mismo lugar de siempre y lo esperé pacientemente, hasta que minutos después, escuché su caminar: esta vez no estaba llorando. Y en vez de que pasara su escrito por debajo de la puerta, la abrió. Movió la manija lentamente hasta que tronó el seguro y dejó entrar poquita luz. No me levanté ni me inmuté por varios minutos, hasta que supe que no la había abierto para que él saliera, sino para que yo entrara.

Me puse de pie y la abrí completamente, no había ni una sola luz y las escaleras bajaban hacia una oscuridad que nunca antes había visto ni espero volver a ver: ni siquiera la luz del pasillo era capaz de iluminar el fondo del sótano, del que provenía un espeso olor a vino y vinagre. Bajé por cada uno de los escalones, tocando la pared para guiarme hasta que la luz se había perdido entre las sombras, y llegué al piso. Entonces vi una pequeña luz, en una esquina, sobre una máquina de escribir y pilas altísimas de papeles, algunas con cosas escritas y otras en blanco, pero todas manchadas de vino tinto. Algunos platos de comida se podían distinguir gracias a esa pequeña luz. Estaba muy asustada, así que volteé la mirada y vi que la puerta del sótano ya estaba cerrada, mi única opción era caminar a la máquina de escribir, así al menos me sentiría segura. Y una vez que estuve, me senté tranquilamente, a la espera de que él me buscara, sabía que me quería ahí.

―¿Dónde estás? ―pregunté con apenas fuerzas en mi voz.

En un principio no tuve respuesta, pero del silencio brotó una voz.

―Estoy frente a ti. ―dijo una voz dulce, percibí su aliento alcohólico sobre mi rostro.

Intenté escapar de su presencia y me apoyé sobre la mesa, sintiendo el filo lleno de astillas, pegajoso por el vino derramado. Pude ver el reflejo de sus ojos a unos tres pasos míos: nariz, pómulos, cejas y labios eran apenas visibles de entre las sombras, pero no podía ver más.

―Perdón ―continuó, estrujando sus cejas y apretando sus labios―, no te quiero lastimar. Sé que lees lo que escribo semana con semana, o lo que te deja ver tu mamá. Dime, ¿te gustan?

Asentí sin decir nada.

―Oh, maravilloso. Realmente maravilloso ―sonreía, apenas si tenía unos dientes; pero en sus ojos no había muestras de felicidad―. Es lo que siempre he buscado, es mi manera de pagarles. Con eso y con lo que publico, que es poco, muy poco, casi nada. Me extraña cuando viene dinero, pero me alegra darles lo que escribo como pago. Es lo que me prometió tu mamá cuando compró la casa.

―¿Tú ya vivías aquí? ―pregunté, consternada.

―Sí, vivía aquí. ¿Nunca te contó? ¿Sabes quién soy? ―ante mi silencio, prosiguió―. Oh, supongo que no. No me extraña. Pero, ¡no creas que estoy enojado! Al contrario. Yo tampoco lo habría hecho en su lugar. Si me preguntas, te cuento… si es que no tienes otra cosa que hacer… la puerta está abierta, o la puedo abrir por ti para que sepas el camino.

―Estaría bien.

―¿Quieres saber? O, ¿no quieres saber? ―respondió, frunciendo el ceño. Le dije que sí, sin soltarme del filo de la mesa: no sabría decir si era por lo pegajoso o por el miedo que me enganchaba a éste―. Bien. Yo estaba muy enamorado, ¿sí? De esos amores locos. Tu mamá siempre dijo que era obsesión, fue antes de que ella viniera a vivir aquí. Vivía con alguien, una mujer que no me amaba. Pero yo estaba seguro que con los años ella aprendería a hacerlo. Hasta que un día se fue, sin más. Tu mamá me dijo que todos tenemos que vivir con el corazón roto por alguien, ¿no crees? No, no crees. Tú estás muy joven para eso. Pero un día lo sabrás, y te volverás loca. Oh, sí. La locura se aferrara a tu carne y te jalará aquí, en la oscuridad. Pero no conmigo, no creas. Cada quien tiene su propia oscuridad, esta es mía. Cambié mi casa por el sótano, tu mamá me lo pidió. Ese fue el trato.

―Y, ¿por qué no sales? ¿No han pasado ya muchos años desde que te metiste aquí?

―Hoy escribí de eso… este jueves escribí de eso. En la oscuridad es cuando la regreso a mis brazos, ante mis ojos, así puedo ver su rostro. La veo conmigo, así como te veo a ti, llena de canas que le devoran el cabello y arrugas en su rostro, desde la frente hasta el cuello. Está ahí, a la merced de una oscuridad palpable, y la misma luz que a ti te ilumina lo hace en el costado de su rostro, haciendo que se difuminen sombras entre los contornos de sus arrugas.

No me percaté que ya no estaba enganchada a la mesa, sino que estaba sentada en ella, sin despegarle los ojos en encima.

―Ahora estoy hundido en la senectud, así como lo estaría ella, cuando me tenía. ¡Y me tendrá si vuelve! Pero no volverá. Cuando era joven mis mechones pelirrojos moteaban mi barba, ahora lo más seguro es que las canas la devoren. Yo juraba que moriríamos jóvenes, como nuestro amor. Ella de seguro, aunque esté vieja ahora, mantiene su bella sonrisa y sus grandes ojos. Y en la oscuridad veo cómo las comillas de su boca tiran de sus labios, esbozando sus dientes y elevando sus mejillas hasta achicar sus párpados; esas sonrisas eran las que me dedicaba cuando bebíamos juntos. Ahora bebo solo.

Hubo silencio de nuevo. Las lágrimas habían enrojecido su rostro y miraba hacia mis pies. Un hilo de mocos brotaba de sus fosas nasales y su mirada se estreñía, comenzó a llorar.

Me bajé de la mesa de un salto con la intención de consolarlo y causé que se fuera hacia atrás, creando un rechinido que llamó su atención a mis ojos, me miró con miedo y se alejó unos pasos. Mantuvimos la mirada como aquella última vez debajo de la puerta, sentí que veía el rostro de aquella mujer que amaba en su pupila, en la misma oscuridad palpable que me había narrado.

―Esto es lo que te daré hoy ―dijo estirando una mano huesuda y pálida, con las uñas largas y sucias, entregándome el mismo escrito que me había narrado―. Dile a tu mami que… no, no le digas. Yo le diré cuando venga, no tarda en despertar, ¿verdad? Hazle saber… hazle saber de una manera u otra que agradezco que lleve mis trabajos a los periódicos, ojalá le pagaran más.

Tomé el papel y su mano se perdió en la sombra, junto con su mirada tan melancólica con la que cargaba. No pasó mucho tiempo hasta que se abrió la puerta, supe que tenía que irme. Subí las escaleras lentamente, llenándome de luz de nuevo. Cuando estuve frente a la puerta, ya en el pasillo, volteé la mirada y escuché un llanto no muy lejos de donde estaba: me fijé y sus manos abrazaban la manija adentro del sótano. Cerró la puerta y puso el seguro.

No me atreví a confesarle que el día de ayer supe a dónde iba mi mamá con todos los papeles que él escribía: los quema en un contenedor de metal para darle calor a los vagabundos en las noches.



 
 
 

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