El eco del disparo
- Juan Carlos Orozco
- 6 feb 2018
- 3 Min. de lectura
Ha estado lloviendo desde hace días. Desde que era joven que no caminaba frente a estos árboles: siento como si no hubiera pasado el rasgar del tiempo.
Dicen que ya no hay bestias, pero a esta casi puedo olerla. Acaricio la escopeta y procuro no hacer mucho humo al prender el fuego por las noches; ya casi no me quedan alimentos. Pero tengo que cazarla, tengo que matarla.
De las veces que venía con mi papá por estos mismos bosques me enseñé a oler a las bestias. Y entre las montañas se podía escuchar el eco de los disparos ensordecedores, tan así que mis tíos ya no oían más que las pisadas de los animales, pero no los reclamos de sus esposas ni los berridos de sus hijos.
El hombre se convierte en una bestia también cuando se le da un arma y se adentra en el bosque. Es volver a caminar en el mismo instinto de supervivencia, de hambre, de codicia y placer. Placer más grande que el sexual que se siente en la punta de los dedos cuando el gatillo es tirado y brotan relámpagos de las manos y destruyen y quiebran los huesos, despedazan la carne y asesinan. Asesinan a lo que se ponga en frente.
Un disparo es que le dio.
Ya casi camino en cuatro patas, lamiendo las huellas que ha dejado la bestia, puedo incluso pensar como ella. Pienso que ya casi mi encuentra, se está acercando. Temo, muero de miedo. Como algunas plantas para no morirme de cansancio, pero se me entumen ya las patas. No debí de acercarme tanto a los dominios de ellos: no debí salirme de las profundidades.
Toda mi juventud me dijeron que no viniera. Me advirtieron todos los demás que no me atreviera a pasar de las curvas, que no buscara el camino en donde el sol se esconde. Pero a ellos no les tocó el hambre que ahora siento. Ellos nunca se imaginaron que el sol quemaría a sus hijos por el otro lado y nos arrinconarían en donde están ellos. Ahora estoy solo, y me vieron. Pueden olerme, pueden verme.
Dos disparos es que se le fue.
Está muy cerca, puedo escuchar su jadeo. Escucho cómo toma su arma con sus temblorosos dedos y mira a donde cree verme, lleno de lujuria y deseo. Quiere verme sangrar, beberse mi sangre y vestirse mi carne. Cada vez está más cerca y las piernas ya me duelen, cada vez camino menos. Está mordiendo mis patas, se está acercando.
La tierra no miente. El sabor de sus heces no mienten. Sé lo que piensa cuando camina, puedo verla si cierro los ojos. Tiene miedo, pero yo tengo hambre. Si no la mato moriré yo, y no puedo dejar solos a los demás: esperan a que tenga que hacerlo. Y no falta mucho para que la alcance, ya no durará más. Es la última en kilómetros, la última en lo poco que queda y no puede escaparse. O la mata el cansancio o la mato yo o nos matamos los dos. Alguien tiene que morir.
Tres disparos…
Mis ojos me pesan. Creo que me está viendo. No sé si sea su sombra moviéndose entre los árboles, los dos tenemos miedo. No sabría decir si anda en dos piernas o en cuatro.
El pecado radica cuando el ser humano opta por cometer la acción u omisión del acto religiosamente delictivo. Si decido tirar del gatillo y mi puntería guía la bala en su dirección, ya sea por precisión o por acción divina, será un asesinato, sin importar si es bestia o persona. Pero si no le jalo, si opto por bajar el arma y esperar a que se vaya, me estaré matando a mí mismo. No hay muchas opciones. Tengo que hacerlo, disparar del gatillo y acabar con esto. Tengo que ver por la mirilla, sostener con ambas manos mi escopeta y apuntarle al pecho, porque en el pecho da igual si es bestia u hombre, todos mueren de la misma manera y caen con el mismo peso, retumbando sobre el húmero suelo, mientras que las parvadas vuelan entre los árboles con el temor latente de ser los próximos en morir de un golpe de mis relámpagos.
Y antes de disparar, cuando miro fijamente a la criatura, cuando soporto la respiración y me preparo para dar el tiro final, me veo en los ojos de la bestia. Me veo a mí mismo sosteniendo la escopeta, con la barba desaliñada y los ojos cansados, apuntándome. Me miro observándome, dándose cuenta de la sorpresa de que me encuentro frente a mí. Yo bajo el arma, pero él no.
Nunca escucho el disparo.
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