El polvo
- Juan Carlos Orozco
- 25 nov 2018
- 5 Min. de lectura
Hay polvo en mi comida que se añeja sobre el suelo quejumbroso, que a su vez se vuelve con la intención de atrapar la planta de mis pies con su mugre, con el tequila desparramado en la madera, con el olor a encerrado y a ceniza, con el eco de mi única presencia. Mi presencia, desnuda y sucia sobre la cama, la cama con la que cubro de sal que expira de mi cuerpo. Mi cuerpo, vuelto girones, magullado por dentro, con gritos internos de males intencionados. Males, males que se cuelgan de las ramas de los árboles y me aúllan, queriéndome asustar mientras existo. Mi existencia, la misma que repta en la certeza, moviéndose a mi cuerpo, escalando la cama, mezclándose con la ceniza, apestando al tequila, convirtiéndose en polvo, acumulándose en mi comida.
Las motos agravan la atmósfera, y los murmullos de personas que se ladran en la calle evitan que me olvide que hay algo más allá de la ventana. Yo solamente me quedo en la cama sudada, tras los días tan atascados de mi única presencia, sin que nadie me recuerde mi nombre, ni esfuerzo mío por acordarme del sonido de mi propia voz.
Ando, de nuevo, arrastrando los pies, queriendo no moverme, para soltarme una vez más en este colchón que se ha vuelto mi único compañero. Ha pasado tan poco tiempo, pero se ha sentido tanto, que me es difícil recordar el sonido de la respiración de otra persona.
Mis aguas han cobrado el sabor de la tradición familiar por diez generaciones, el mismo que está reposado en madera de roble blanco que le otorga su sabor mundialmente reconocido. Y mentiría si esas letras no se han vuelto el mantra de mis tragos. La honestidad me ha dejado desnudo, a la vez que el cielo apaga sus luces, y lo único que brilla, es la nata iluminada de la ciudad.
Por más que me he esforzado en escuchar su andar a través de la casa, no lo he logrado. Hasta hoy, que puedo jurar que alguien camina sobre la madera chillona, con pasos estruendosos que no buscan la discreción, sino alertar su presencia. Y por más que he querido cerrar los ojos y desconocer el dueño de las suelas, he fracasado, intentando recuperar la pesadez en mis párpados que me obliga a fingir la muerte incluso al mediodía. Pero se clava el sonido de las llaves moviéndose por los pasillos, y lo escucho tan vívidamente como si fueran las mías. Las escucho, como he querido escucharlas durante todo este tiempo, pero ahora no deseo ser interrumpido por ellas.
Con valentía me he atrevido a mirar a la puerta de mi cuarto, a sabiendas que lo que hay allá afuera, rondando entre las paredes y bajo mi techo, es alguien a quien no espero. Miro con cautela, sin atreverme a gritar por miedo a no escuchar mi voz. No respiro ni parpadeo, sin atreverme a ser escuchado. Hasta que una luz crece bajo la puerta, y las suelas se aproximan a ésta. Y siguen sin querer hacer silencio, pasando con golpes que se impactan sobre el polvo, mismo que puedo ver entrando a mi cuarto, a sabiendas que aquí estoy, yo, mi única compañía, hasta esta noche.
Y al momento en que escucho cómo una garra se apodera de la manija de la puerta y la gira torpemente, me doy cuenta que no le quiero ver a los ojos, volteándome y dándole la espalda, cerrando los párpados y fingiendo, de nuevo, la muerte. Pero escucho al individuo aproximarse, como sabiendo que estoy ahí, sin demostrar que lo estoy. Y escucho cómo se trepa a la cama, sintiendo que el colchón se hunde con su peso, gateando sobre ésta, respirando tenuemente, besándome, con sus labios húmedos, la frente. Pero me digo que no está ahí, pero huelo su perfume. El mismo que usa desde que nos conocimos, pero sé que no está ahí, que no está en su cuello, porque yo lo vi irse, asegurándome que no volvería.
Y se aleja, retrocede después de marcar mi frente con saliva tan fría, y su respiración tan pausada. Siento cómo el colchón vuelve a tomar su forma, y también el irse de sus pasos, y el cerrar de la puerta tras sus suelas. Pero no escucho que se apague la luz. Y me vuelvo, sabiendo que se ha ido de mi cuarto, y confirmo mi sospecha: sigue en la casa.
Puedo escuchar al individuo tarareando, con esa voz que yo he conocido, pero que me aterra pronunciar, por miedo a que sea la suya. Tengo sed ahora, ya no quiero más elixir de la Rojeña, quiero agua que baje por mi garganta, que me refresque mis intestinos y me diga que no está ahí, que no ha vuelto.
Sus pasos vuelven a acercarse, y con miedo me volteo a mi posición mortuoria, sudando de nuevo, a sabiendas que se aproxima. Esta vez, al abrir la puerta, apaga la luz. Y también no solamente huele a su perfume, sino a ese café con leche que yo no he preparado desde que se fue. Y escucho cómo camina hacia mi lado de la cama, así como lo pone sobre la mesa, como lo hizo durante cada mañana que compartió conmigo. Pero no puede estar ahí, si yo lo vi la vez que se fue. Abro un poco mis ojos y veo su silueta oscura por la luz del alba en torno a su cuerpo. No me atrevo a verle el rostro, porque conozco esas manos que cuelgan de sus costados, así como la pequeña risa que deja ir de su boca. Yo sabía que no iba a volver a ver al individuo, esperaba no hacerlo, por miedo. Miedo a que reafirmara mi locura. Pero la ausencia de compañía me ha hecho esto. Quiero creer que la taza que está frente a mí no existe, sino que es mi cabeza buscando que regresen los recuerdos de cuando mi suelo estaba limpio.
El individuo se mueve al otro lado de la cama. Escucho cómo se desnuda, mas no quiero abrir y ver sus pellejos y carne pegados a sus huesos, porque eso sería reconocerle que es real. Quiero mantenerme en silencio, en ignorante, en ciego, en muerto. Quiero ser yo el único que ensucia las sábanas noche tras noches, el único que traga el polvo acumulado en mi comida añeja.
Pero siento de nuevo el hundir de la cama. Siento cómo se va aproximando a mi cuerpo, cómo me toma de la cintura y sube su mano, fría, hasta mis hombros. Y acerca su tórax a mis glúteos, y sus dedos se vuelven a mis genitales, sobándolos como él sabe sobarlos. Y vuelve a reír, y besarme el cuello tan bien y lleno de amor como solamente él ha sabido hacerlo, mordiéndome con sus húmedos labios el lóbulo de mi oreja, mientras yo tiemblo debajo del caparazón que se ha vuelto su cuerpo.
Pero no puede ser él, no puede haber café en mi mesa, ni su sexo húmedo tocándome. Tampoco pueden ser sus manos las que amasan mi carne, las que buscan cobijo debajo de mis pliegues. No pueden ser sus besos ni su cuerpo, de verdad no puede ser nada de eso. Pero ahí está, detrás de mí, queriendo cogerme, volviendo a lo que éramos. Es esa persona, tan real como el vibrar de los motores cruzando la avenida. Él es tan real, a pesar de haber fallecido en mis brazos hace dos semanas.
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