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Aquella noche.

  • Foto del escritor: Juan Carlos Orozco
    Juan Carlos Orozco
  • 29 ene 2017
  • 2 Min. de lectura

La música era fuerte. Los cuerpos bailaban en un ritmo descoordinado, estando ebrios y alegres, de un lado a otro en la pista, mientras que las bebidas caían en el suelo haciéndolo cada vez más y más pegajoso, hasta el punto de que los zapatos se quedaran atrapados en la trampa creada por ellos mismos.

Y a pesar de que la música carecía de un ritmo constante, y que la gente no hacía más que coquetearse pegando sus cuerpos, había cierta esencia que empapaba a todos. Una esencia que embriagaba hasta a las personas más sobrias de la fiesta, llenándolos hasta los pulmones y halándolos al punto de olvidar todo lo que se encontraba tras las puertas del local. No había miedos en ese salón, ni temores que les pudieran arrancar el cuero de los talones. Tampoco había prejuicios ni heridas de amores viejos. Ningún mal de las afueras podía interrumpir a las personas que se encontraban moviéndose entre la viscosidad del suelo, embriagándose poco a poco hasta perder la conciencia.

Mientras algunos habían decidido dejar sus penas en la pista, otros optaron por arrinconarse y compartir sus bocas, luchando en una contienda de lenguas y labios hasta olvidar por completo sus nombres y fusionándose con el otro; gustándose y queriéndose sólo por una noche, tomándose del cuello y de las manos, juntándose tanto y tanto, procurando no vomitar sus palabras al otro y simplemente disfrutar de ese pequeño momento que al día siguiente sería ignorado, mas no olvidado.

Finalizada la noche, cada uno volvería a su respectiva madriguera. Algunos a sufrir de una terrible tormenta en la cabeza, y otros a continuar en la selva citadina, dispuestos a seguirse moviendo y pegando sus cuerpos en movimientos armonizados.

Y sin duda, las palabras trascenderían más allá de aquella noche, a pesar de haberse orinado en los zapatos y reídos hasta escupir el estómago. Todos recordarían aquél bar perdido entre las calles, escondido a simple vista, en donde plasmaron sus amores e ignoraron la locura del día a día que los esperaba pacientemente en esas puertas. Y tras poner sus cabezas en la almohada y sentir su cuerpo a punto de explotar, habría un momento en el cual pensarían en toda la aventura que los había empapado la noche anterior, provocándoles una sonrisa amplia, a pesar de no recordar por qué habían sido tan felices, al menos unas cuantas horas, haciendo que olvidaran lo simple de la vida que tenían.


 
 
 

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