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A la espera.

  • Foto del escritor: Juan Carlos Orozco
    Juan Carlos Orozco
  • 13 feb 2017
  • 3 Min. de lectura

Hoy la tuve, junto a mí por menos tiempo del que hubiera querido, pero más del que habría soportado. Estuvimos un viernes y un domingo juntos, codo a codo, sin separarnos más de un metro de distancia salvo por la urgencia que abordaba nuestras necesidades. La mayoría del tiempo sólo pensábamos, y en otros momentos ni siquiera nos volteábamos a ver, ella en lo suyo y yo en lo mío. A veces nos rosábamos, y cuando nadie nos veía, compartíamos un beso; eso había sido el viernes, rodeados de literatura y cerveza, perdidos en una ciudad que cada noche nos revivía, dando cierre a una semana pesada en la que no hacíamos nada más que estar separados en nuestros asuntos.


Pero el domingo fue mejor. No dejaba de pensar en la fecha en la que la vería y la tendría a mi lado. Sería el silencio más largo que pasaríamos, en un teatro bellísimo y rodeado de personas de todas las edades. Y a pesar de que corrimos dos cuadras para llegar segundos antes de que la música comenzara, mi corazón no latía por la magnificencia del evento que estábamos por tener, sino porque la tenía a ella, seria y admirada, agradecida por algo que aún no disfrutaba. Y tras cada rasgada de los músicos, tras cada acorde bien interpretado y sacudida acertada, la miraba con el rabillo del ojo, estando ella callada y serena, sin mover un solo músculo, ni siquiera sonriendo o respirando aceleradamente, mientras que yo no dejaba de moverme en mi asiento.


Y en el intermedio, después de aplaudirle a los músicos con toda mi fuerza, sudando por el amplio esfuerzo de estar de pie y emocionado, sintiendo mis brazos entumirse y el arder de mis palmas, no pude hacer más que besarla, sentir su cuello y sonrisa esbozarse en aquél rostro. Siempre que me separo de ella sonríe, y juraría que con cada beso esa mueca es más sincera. Finalizada la segunda parte del concierto, después de que los músicos dejaron toda su elegancia en aquél teatro de la ciudad que tanta felicidad me había dado, no pude más que sentir una infinita alegría. No mentiré, en mi vida había visto tal interpretación, y sé que, a pesar de que fue un gran concierto, lo que me vitalizaba no había sido la concertista ni los músicos, sino ella, que estaba inmóvil y maravillada, siendo golpeada por una tormenta de bellos sonidos. Y yo también estaba siendo azotado, pero por un huracán de emociones que me ahogaban a una velocidad que apenas podía digerir, y estaba dispuesto a quedarme sin aire y fallecer ahí mismo, sabiendo que con el roce de sus manos volvería a la vida de un salto.


Terminando el concierto y tras dialogar por casi una hora en el amplio tráfico citadino, la dejé en su casa. Nos besamos una última vez, yo sabiendo que no la tendría de nuevo hasta dentro de unos días, en los que ocultaríamos nuestro cariño de los ojos juzgadores que rodeaban nuestro ámbito. Y así era mejor, querernos y escondernos, dejando todo en un secreto. Pero sólo con el hecho de pensar que aquél beso sería el último por infinitas horas, aproveché para sentir la suavidad de sus labios y acariciar su cuello, percibiendo su cuerpo frente al mío.


Lo más difícil fue dejarla ir; que entrara a su casa y yo me quedara afuera. Pero peor hubiera sido el no haberla besado, a la espera de que nuestros labios se juntaran de nuevo. Así que no temo, porque mañana es un nuevo día, y a pesar de que nos veremos por pequeños lapsos y rodeados de conocidos, sabré que en su pecho hay un lugar para sentarme; una silla en la que podré estar quieto y sin decir ni una sola palabra, siendo así una astilla, distrayéndola en su día a día, rogando de nuevo por sus labios, y esperando a que el viernes nos inunde de nuevo.


 
 
 

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