La última carta.
- Juan Carlos Orozco
- 14 feb 2017
- 6 Min. de lectura
Hoy decidí verla, doctor. Decidí verla a los ojos y tenerla frente a mí, ya sea desnuda o arropada, pero siempre con la mirada hacia mi esencia. No sabe, doctor, todos los años que había estado esperando para volvérmela a encontrar; era el amor de mi vida.
Déjeme le cuento cómo la conocí. Ella vivía en la misma calle que yo, hace ya más años de los que me gusta contar. Incluso ahora río, siendo un viejo amargado a la espera de algo maravilloso, taciturno en la sombra de la vida y a la deriva de mis recuerdos. Yo siempre pasaba en bicicleta por su casa, a veces hasta diez veces en una tarde, tan así que desarrollé piernas fuertes. Y siempre que pasaba por esa casa blanca con rejas azules, gritaba con todas mis fuerzas “¡Adiós, mi novia!”, y ella no hacía más que correr de mí, con aquél cabello rojizo y largo que le llegaba más allá de los hombros en aquellas trenzas con ligas azules en las puntas. Nunca me respondía, sólo corría de mí a una velocidad más rápida que mis pedaleadas. De vez en cuando ella salía a la banqueta, tomaba una piedra y me la arrojaba en muestra de lo que yo pensaba que era desprecio, pero que con los años supe que era la manera en que me decía “¡Adiós, mi novio!”.
Los años fueron pasando, y dejé de usar mi bicicleta para decirle cuánto la quería, doctor. Así que empecé a escribirle poemas. Sí, poemas. De esos melosos y carentes de rimas que tanto me gustaban. Se los dejaba en su silla, su mochila, incluso en la puerta de su casa; tocaba el timbre y corría, corría como el mismo demonio, doctor. Pero ella nunca me respondió. Una vez hasta me animé a entregársela en la mano. Se la di, ahogándome en la pena. Había añadido un dibujo de ella, una caricatura destacando su extraña nariz y su largo cabello que tanto me gustaba. Ella lo recibió, inexpresiva y esquivando mis ojos, como si fuera invisible para su vista. Y así como así, me agradeció sin hacer una sonrisa, ni siquiera intentándola. Oh, doctor. Si supiera cuánto me lastimó su seriedad, pero, ¿sabe algo? Yo fui, soy y seré muchas cosas, pero la que mejor me describe es mi terquedad. No me había rendido, ni siquiera había perdido la fe en que me regresara una sonrisa.
Con los años, y a la vez que crecíamos, llegamos a una etapa de tormentas de hormonas, y poco a poco fuimos entablando una amistad. Claro, yo estaba enamorado de ella; de ella y de su estatura junto con su piel blanca. Era inteligente, ¿sabe, doctor? Era muy inteligente. Y yo no hacía más que mirarla, abobado por sus fuertes palabras, a la espera de que me dijera algo de lo que me alegraría inmediatamente. Y cuando le decía un cumplido, un verso mal pronunciado, incluso una tontería amorosa, ella no hacía más que sonreír, de un lado a otro. ¿Ha visto esas sonrisas, doctor? Esas que hasta los ojos brillan, negros y amplios, con una luz que calentaba mi pecho.
He de confesarle, doctor, que estuve muchas veces a punto de besarla. Y créame que fantaseaba con ello; sentir sus mejillas ruborizándose, hasta percibir su piel entre mis manos. Pero nunca se me hizo, y sé por rumores de pasillo, que ella también me deseaba. No podía dejar de pensar en ella, doctor. ¡Incluso mientras estaba en el baño invadía mi privacidad! Era mi primer pensamiento al despertar y el último al dormir. De seguro para alguien como usted le parecerá una tontería, y si es así, es porque jamás ha estado enamorado.
Y aún recuerdo el último día que la vi, antes de volvérmela a encontrar, claro. Me iría a estudiar lejos, ¿sabe? Lejos de aquél pueblo bicicletero, en donde la arena abundaba casi tanto como el alcohol mal procesado. Por supuesto que yo quería casarme con ella, doctor. Era el amor de mi vida. Y estuvo presente el día en que partí, junto con todo el pueblo. Me iba porque me llevaban, no porque quería. En aquél entonces, uno sólo podía alcanzar el triunfo si salía de su hogar, y aun así, eso no significaba el éxito. Pero mis padres estaban determinados a que fuera alguien, un abogado exitoso. Pero yo sólo quería ser escritor, y dedicarle mis poemas y novelas a ella, mi amada. Y cuando partió el tren, la vi entre la multitud, con los ojos llorosos y la nariz rojiza. Yo también lloraba, pero en mis adentros, sucumbiendo silenciosamente ante una infinita tristeza.
En un principio le mandé cartas, pero supongo que nunca las recibió, ya que jamás tuve respuesta suya. Me tomó dos años, siete meses y veintitrés días dejarle de escribir, contando los versos que le recitaba en mis noches frías en la ciudad. Y como era de esperarse, doctor, conocí a alguien más. Pensé que la había olvidado, pero ahora me doy cuenta que había llenado un hueco que estaba en mi corazón, pero no con concreto o tierra, sino con las ruinas que habían quedado tras mi partida del pueblo.
Como usted ya lo sabe, doctor, me casé con esa señorita. No me arrepiento de muchas cosas en mi vida, pero de haberme casado con ella es una. Pobrecilla. Cómo la hice sufrir, doctor, como usted ya sabe. Ella sabía que no la amaba, aunque se lo dijera en cada mañana y antes de cada noche. Ella sabía, doctor, ya que era muchas cosas, pero nunca una ignorante. Ella sabía, doctor, que después de cada “te amo” venía a mi mente otro rostro que no era el suyo. Nunca se lo confesé, pero ella sabía. Y a pesar de tener tres hijos, ninguno logró amarrarme de su corazón.
Yo creo que mi esposa falleció por corazón roto, aunque los médicos digan otra cosa. Lo sé porque yo también lo tuve roto por muchos años, doctor. Supongo que lo peor que hice fue seguir respetando su muerte, tan sufrida que había sido. Usted pensará que debí de haber vuelto a mi pueblo, y eso hice. Sólo que no la encontré. Estuve en cada esquina, en cada calle. Hasta estuve en su casa, pero nadie sabía su paradero, hasta algunos desconocían su nombre.
Tardé años en encontrarla, pero por fin lo hice, y tan solo estaba a media hora de donde vivía. Me tomó una década, pero por fin lo hice, doctor. Ayer la volví a ver. Estaba emocionado; las piernas me temblaban, las manos me sudaban y hasta me sentía mareado, de esas emociones que te dan cuando no sabes si amar o correr. Sabía que era viuda, como yo. No habría problema con enamorarnos de nuevo. Oh, doctor. Si usted hubiera visto mis pensamientos, ilusiones y hasta esperanzas. Sabía que los años la habrían cambiado, pero que serían justos.
Estuve varios minutos frente a su puerta, hasta que me armé de valor y presioné el timbre. Los segundos eran pesados, hasta que del rechinar apareció una señora sumamente chaparra, casi sin cabello y obesa, sosteniéndose sobre una andadera roñosa y desgastada, sin dientes y con cataratas hasta el punto de ser ciega. Pregunté por mi amada, tuve que repetir su nombre tres veces, hasta que la anciana decrépita pudo entenderme. “Soy ella. ¿Quién la busca?”. Oh, doctor. Era ella, ¿puede creerlo? Los años la habían acabado por completo, estaba desfigurada y había perdido toda lindura que la caracterizaba. Estaba destrozado, doctor. No lo podía creer. Así que no pude hacer más que decir “Disculpe, me he equivocado de casa”, y me fui, así como había llegado.
Y no miré atrás. Tiré el ramo de flores que llevaba conmigo en la primera esquina y me senté a llorar; nunca en mi vida había llorado tanto. Ahí fue cuando me di cuenta que ella era el fantasma que me atormentaba, lo que quedaba de ella al menos. Durante todas estas décadas me había jalado de la carne de mi cuerpo hasta arrebatarme a los que amaba, impidiéndome querer a alguien, negando a toda persona que se me había presentado. ¿Sabe, doctor, a cuántas mujeres rechacé?, ¿a cuánta les rompí el corazón por no llegarle a la altura de mi amada pueblerina? Pasé toda mi vida intentando encontrar la luz que tenía con ella, dándome cuenta que esa luz sólo era la ilusión de una esperanza, una esperanza que había muerto el día que salí de aquél pueblo bicicletero.
No me juzgue si me quito la vida, doctor. Por favor, no pierda la esperanza en el resto de sus pacientes, que no todos los suicidas dejamos cartas cuando nos arrebatamos lo último que nos queda, ni mucho menos cuando eso último está al borde del precipicio. Así que le digo, doctor, que si ama, ame. Que si no ama, busque cómo amar, o al menos espere su llegada, pero no se niegue. Y por favor, doctor, le suplico que no se amarre al pasado; deje atrás todas sus penas, sus miedos. Si quiere adentrarse tenuemente a la oscuridad, hágalo sosteniendo la mano de alguien más, que para morir hay que estar solos, y para vivir hay que estar acompañados.
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