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Mis manos todavía olían a su perfume.

  • Foto del escritor: Juan Carlos Orozco
    Juan Carlos Orozco
  • 27 feb 2017
  • 12 Min. de lectura

Para ser fin de semana, y domingo, me desperté casi en automático a las siete de la mañana, pensando en que iría al taller de la agencia de autos. De vez en cuando me erguía entre sueños, confundido, e inmediatamente me recostaba, con el corazón echo un torbellino; no por mi situación emocional, la cual considero que siempre ha sido mi mayor enemiga, sino por mi mente que me ha traicionado. No sé si le pase a otras personas, y la verdad nunca lo he dicho, pero en las noches alucino al dormitar, y hay veces en que no me doy cuenta que es mi mente jugándome bromas hasta que repaso lo sucedido. Generalmente son visiones de mí viendo los mensajes en mi celular, que no denota más que mi creciente adicción a las redes sociales; adicción que he estado liquidando con la literatura.


Decidí no levantarme hasta las ocho de la mañana, sabiendo que a las 9:15 tenía que estar en el taller para el cambio de bolsas de aire de mi auto. El jueves en la mañana fue cuando la agencia me llamó, a eso de las once del día, avisándome que me harían un cambio de filtros y bolsas totalmente gratis. Ni sé por qué me interesé tanto en eso, ya que la mayoría de los días quiero que otro vehículo se impacte contra mi carro a gran velocidad y se declare como pérdida total. No por mi salud: no quiero la muerte ―al menos no todavía―, sino para tener unos días de descanso de la misma vida, e igual llamar la atención de algunas personas. Aunque tal vez lo que realmente me hizo aceptar ir fue el hecho de que me haya llamado una mujer con una voz dulce; de haber sido una grave y aburrida, probablemente habría hecho una cita a la cual faltaría. Y al final, ¿quién lleva su carro al taller en domingo por la mañana? Hay pocas personas tan idiotas como yo, de las que se enamoran con una voz y la superan al día siguiente.


Siendo ya las ocho de la mañana, lo primero que hice fue hacerle caso a mi latente impulso a revisar las redes sociales, así que vi mis mensajes, siendo uno de ellos un poema de Pablo Neruda bastante bello. Eso debió de haberme animado, o al menos verlo como la premonición de que sería un buen día, aunque los domingos, a pesar de ser de descanso, no son clasificados por mi persona como el mejor momento de la semana.


Me levanté y no desayuné, con la intención de bañarme y salir disparado hacia mis pendientes. Mientras me tallaba, repasé mi día: sentirme nervioso ―por costumbre―, despedirme de mi familia, emprender el camino, ser atendido, ir a la librería Gandhi a comprar Te vendo un perro y desayunar waffles, para así regresar a mi hogar a las dos de la tarde. No sé por qué siempre planeo todo, si al final la vida me ha enseñado que las cosas caen como piezas de tetris: totalmente desacomodadas y al azar.


Llegué al taller un par de minutos antes, y mi estancia fue meramente un trámite, sentado, sin despegarme de mi celular. No recibía tantos mensajes por ser popular, sino simplemente por ser ocioso. Al final, ¿quién no lo es a las 9:15 de la mañana?


La agencia tiene taxis de cortesía. “Su auto estará listo a las 12:30”, dijo el hombre que me atendió, agregando que cerrarían a la 13:45 ­­­―por ser domingo, supongo­­. Así que me sentí con tiempo para todos mis quehaceres, incluso para un pequeño desencanto a lo largo del día. Partí casi de inmediato, a la espera de mi chofer para que me llevara a Librerías Gandhi.


No sé de dónde saqué la manía de conversar con las personas; quizás es algo sumamente ordinario, pero que en mi propio egoísmo lo considero como algo propio. Todo el trayecto, los cortos veinte minutos, estuve hablando con el chofer de piel morena acerca de lo que es ser chofer. Y hubo un momento en el que me sentí plenamente infeliz, especialmente cuando me decía que su salario era de doce mil pesos mensuales, teniendo una licenciatura y alrededor de cuarenta años. Pero me comentaba que si tenías una maestría, podías ganar hasta quince mil. Y no me sentí desanimado por el hecho de ser un joven con la fortuna de que sus padres tuvieran dinero, sino que eso me esperaba cuando saliera de mi burbuja familiar y me adentrara a la vida adulta. Es decir, toda mi vida se me ha guiado a ser una persona exitosa, en la que gane salarios con múltiples ceros a la derecha y mi única preocupación fuera cómo joderme al prójimo. Y no porque eso se me haya enseñado desde casa, para nada. Sino que siempre he estado al lado de personas con esa mentalidad, desde que tengo memoria. No tuve corazón para confesarle a mi chofer de que yo quería ser escritor y que estaba dispuesto a ganar la mitad de lo que él a pesar de tener mil oportunidades: desde una herencia, un título de una universidad prestigiosa y hasta una carrera laboral que iba de maravilla día con día, y que estaba dispuesto a dejar todo eso por seguir mis sueños. Y fue cuando recordé las palabras de mi madre: “Hijo, tú nunca has sido pobre”, y a pesar de que en aquél entonces ganaba menos que el salario mínimo, tenía razón. No sabía lo que es partirse la espalda para comer y vivir.


Finalizado el trayecto filosófico y dando mil vueltas a la ciudad, esquivando la amplia ciclovía que se pone cada domingo, llegué a la librería Gandhi, con la desilusión de que abrían hasta las once de la mañana, y apenas faltaban unos minutos para las diez. “Aún sigue dormida”, me dije mientras dirigía mis pasos hacia Avenida Chapultepec, hasta que recordé que había otra librería grande por la zona, la cual rogaba que estuviera abierta, sólo para tener algo que hacer en vez de gastarme mis datos telefónicos.


Llegué, con una sonrisa en el rostro y recordé la primera vez que había estado entre esos pasillos del Fondo de Cultura Económica ―el cual, si me preguntan, no es tan económico―. Estaba en tercero de primaria, y la escuela había organizado una visita a la librería. Recuerdo que había comprado un libro, ya que desde niño tenía amor por la lectura ―mas no el hábito―, a pesar de que nadie lee en mi casa, y eso que hay más libros que botellas ―y eso es decir mucho; para mi madre la casa parece cantina―. No recuerdo ni de qué era mi libro, pero sí que fue por esos días del 2005, tal vez 2006. Lo sé porque había un libro de López Obrador en los estantes, y mis compañeros hablaban de cómo en realidad las iniciales de su nombre no decía AMLO, sino MALO, corría el rumor que se lo había cambiado por cuestiones de campaña. Yo sólo pensaba que Vicente Fox era un hombre sumamente simpático, pero, ¿qué iba a saber yo? Me caía bien porque tenía bigote, nada más. Y cuando estaba pagando mi libro con el dinero que me había dado mi madre, me percaté que faltaban cincuenta centavos para completar mi compra, los cuales mi maestra de aquél entonces me prestó con una mueca forzada de simpatía. Lo más ridículo fue que el siguiente día le regresé los cincuenta centavos; desconozco si a ella le pareció un gran gesto de mi parte o una ridiculez, pero para mí eso era una millonada; irónica la vida.


Estando en la librería, busqué mi libro en la sección de Autores Nacionales, o algo por el estilo. Pero no lo encontré. Luego, me atreví a buscarlo en la sección hispana, pero tampoco tuve suerte. Me rendí, me sentí frustrado, más que nada porque ya eran las 10:15 y aún no recibía noticias de la mujer con quien iba a verme a las 10:30. No tuve más opción que ir con uno de los empleados de la librería, a pesar de que odio su constante “¿Puedo ayudarle en algo, joven?”. Para mi sorpresa, no tenían Te vendo un perro, pero sí la última novela del autor, No voy a pedirle a nadie que me crea. La compré sin pensarlo dos veces, y me dirigí a la cafetería que tenían ahí mismo. Segundos después de que me sentara, una mesera se me aproximó en una actitud desafiante, diciendo “¿Desea que le traiga el menú?”, cuando lo que quería decir en realidad era “Pida algo o váyase”. Y en un principio, no sentí hambre ni abstinencia de la cafeína, pero por mera cuestión social decidí sucumbir ante mi actitud amable y le pedí el menú, el cual tomé y en una vista rápida vi qué era lo más barato, siendo así un café americano del día. Mientras lo veía, tomé mi celular y decidí llamarle, sabiendo que seguiría dormida. Y así fue; me contestó con un hilo de voz en un tono cansado y algo feliz, de seguro por la paz que trae el dormir después de una semana así de cabrona. Hablamos poco, ella dijo que llegaría a las 11, pero no le creí, o al menos eso pensé y decidí guardármelo. Tras colgar, pedí mi café y un panini, estando convencido que no aguantaría hasta las 11:30 para desayunar, no cuando llevaba desde temprano despierto.


Me dediqué a leer mi nueva adquisición en vez de ver mi celular. Disfruté de las páginas llenas de humor de aquél escritor jalisquillo que tanta envidia me daba. ¿Qué tenía que hacer yo para ser publicado por una editorial del nivel de Anagrama? Tal vez vender drogas y con el dinero sobornar a los directivos. O simplemente ser mejor escritor. Supongo que por eso evitaba leer literatura, por miedo a darme cuenta de lo inexperto que era; cada día reafirmo mi idea de ir al psicólogo más y más.


Aún recuerdo la primera vez que fui con uno. Estaba en mi primer año de preparatoria en una de mis primeras crisis existenciales. Tenía el cabello largo, usaba pulseras con picos, anillos de calaveras y camisetas de bandas de metal. Era rudo y orgulloso de mis gustos musicales, tan así que lo veía como un estilo de vida. Hay veces en que me pregunto qué pensaría aquél joven problemático cuando viera que hoy en día tengo cabello corto, uso camisas de vestir y me encantan los mocasines. En fin, aquél invierno del año-que-no-me-gustaría-traer-a-colación-por-mis-múltiples-problemas, había reprobado matemáticas, Mate Uno, le decíamos. Y en ese curso de extraordinario, para variar también había reprobado el primer examen parcial. La maestra, una mujer mórbidamente obesa, con voz pedante y un llavero sumamente ridículo que colgaba de algo que parecía la cola de una ardilla, se le había ocurrido la idea de que nuestros padres firmasen los exámenes. Yo me moría de miedo, no quería que mi padre, un físico matemático con varias maestrías y doctorados, viera que su hijo era un pelmazo para los números. Así que falsifiqué su firma, pero no contaba con que la maestra se daría cuenta y que procediera a llamar a mi casa, acusándome malvadamente con él. Ése mismo día lo supo mi padre, y me dio una tremenda regañada, de las últimas que recibí de él, ya que años después se volvería más abuelo que papá―lo cual no es crítica. Su conclusión fue que mi castigo sería el ir con una psicóloga, la cual yo visité en dos ocasiones. Y hubieran sido más veces, de no ser porque a él le daba muchísima flojera el ser mi taxista. Así que no volví con ella, pero no por mi desinterés, sino por el de mi padre.


Así que ahí estaba, leyendo mi novela, hasta que un vagabundo enojado ―por no decir otro adjetivo― cruzó por la avenida mentando madres. “¡Puta madre! ¡Cabrones hijos de la chingada!”, ladraba entre otros insultos, mientras que los ciclistas y deportistas de todas las edades fingían que todo estaba en orden. No era la primera vez que lo había escuchado ni visto, ya que tenía la costumbre que, de vez en cuando, me daba una vuelta por Chapultepec en los domingos. Pero el hecho de que estuviera ahí, en ese momento mío y sólo mío de mi lectura, hizo que sonriera y que a la vez escondiera mi rostro entre las páginas y mi taza de café, con temor de ser insultado. Aunque no sería la primera vez en la semana, ni mucho menos la última.


Y finalmente llegó mi momento de ir por los waffles, a pesar de haber ya desayunado y tomado mi café matutino. Caminé varias cuadras por la calle Libertad, hasta llegar a la mesa rodeado de desconocidos y ella. Me sentí joven, en el mal sentido. Me sentí joven estando rodeado de personas que tal vez no me doblaban la edad, pero que sí mayores que yo, haciéndome entender las palabras de todas las mujeres mayores con las que había salido. Y el sólo hecho de recordar aquél momento en que ellos hablaban de los muchos años de los que llevaban conociéndose y de lo que hacían en sus tiempos jóvenes, bastó como para que yo, un “morro nalgas meadas” ―como me llamaría un amigo― se diera cuenta de que esas mujeres tenían razón. “Tú te vas a casar con una mujer mayor a ti”, me dijo una amiga en la preparatoria. Y generalmente salía con mujeres mayores, y casi siempre terminaba mal todo. “Es que eres un niño”, decían. Y yo me enojaba, claro. Me sentía sumamente furioso el que denotaran mi edad, como si la juventud fuera un sinónimo de estupidez. Y por muchos años así fue mi manera de ver las cosas, el sentir que era un niño estúpido, impulsivo y apresurado por vivir. Y puede que así sea, y que lo siga siendo. Dudé y me sentí ahogado de preguntas del porqué me encontraba ahí, a la espera de que mi auto saliera del taller. Y con el paso del tiempo, opté por dejarlo estacionado y quieto, con la promesa de pasar por él la mañana del lunes, de camino a la oficina. No sé por qué, tal vez fue por la pena de dejar a los desconocidos y no despedirme de ella de la manera en que me habría gustado. Pero me di cuenta que en verdad soy muy joven, para eso y muchas cosas más. Y sé que eso no justifica el hacer o no hacer ciertas cosas, y el privarnos de la vida por nuestra edad es estúpido.


Tomé más café esa tarde del que había ingerido toda la semana; estaba al borde del colapso nervioso. Si hubiera querido, me habría regresado al taller caminando, o tal vez corriendo. Y habría llegado sin una sola gota de sudor. Pero no fue así; sólo pude quedarme en mi silla, de vez en cuando rozando con mis dedos su carne y dedicándole una mirada curiosa sin que ella se diera cuenta, voluntaria o involuntariamente. No sé por qué soy así. No sé por qué tengo la manía de observar a las personas, verlas a los ojos y clavarles la mirada, sin decir una palabra. No por morbo o coqueteo, sino porque me gusta hacerlo. “Tienes una mirada pesada”, me han dicho toda mi vida, “Tienes mirada de filósofo”; si tan solo supieran que decidí estudiar derecho…


Al momento de pedir la cuenta, después de reír de chistes pelados y de escuchar conversaciones con personajes entrañables, esperamos alrededor de una hora. Primero creíamos que nos cobraban de menos, pero al final era de más, y terminaron por traernos tres tickets. Y cuando nos fuimos, ella y yo caminamos a la librería en la que yo había estado horas antes. Ahora mi corazón deseaba escapar de mi torso, a la vez que las rótulas me vibraban y las manos me temblaban. Soy demasiado sensible a los estimulantes, sería un pésimo drogadicto, de esos que se mueren por sobredosis a la primera inhalada.


No estuvimos ahí mucho tiempo, yo recibía constantes protestas de mi hermana por la hora: los domingos son familiares. “Relájala, morra”, le dije. Y tras momentos de estar en silencio, me despedí de ella. Primero le besé la mejilla, le dije que me la había pasado muy bien ―y me guardé las ansias por la cafeína― y la besé en los labios. Y no fue un beso ebrio de amor; fue algo cotidiano, banal, hasta simple. Al menos así me sentí: indiferente y con la sensación de que algo no estaba bien. Y podría culpar miles de cosas al mismo tiempo, desde el café hasta el hombre que recuerda el diez de mayo a los transeúntes. Pero al final lo que hice fuer tomarla de su cuello y plantarle un beso, porque estaba seguro que no quería despedirme sin hacerlo. No por romántico ni amoroso, sino por seguir los meros impulsos que me habían llevado hasta el punto en donde me encontraba. E insisto que no fue un beso para recordar ni mucho menos para ilusionarse, eso es lo más tonto que alguien pudiera hacer. Pero la verdad es que soy una persona de contacto físico, si no siento a las personas, tocarlas, abrazarlas y hasta besarlas, es como si nunca hubiera pasado nada. “Ya no voy a besarla”, es lo que me digo siempre que la beso miles de veces, arrepentido por la manera en que soy. Posiblemente es algo que brota de traumas que ignoro: otra razón para ir al psicólogo lo más pronto posible.


Y cuando estaba en el taxi de regreso a mi casa, con las ansias de que llegaba tarde a la comida, reviví un viejo reflejo: el acariciarme la barba. Claro, al momento de escribir estas líneas estaba casi completamente afeitado, pero las viejas costumbres son difíciles de eliminar. Hace unos años estudié un diplomado en lenguaje corporal, y aprendí que todas las personas tenemos una manera de apaciguarnos, y la mía era acariciarme la barba, tuviera o no tuviera: tomar toda mi mandíbula con la mano derecha y acariciarme los vellos hasta juntar la punta de mis dedos, ya sea en el filo de la barbilla o en el bigote. Y por azares del destino, al tener mis dedos frente a mi nariz, sentí el aroma de su perfume, un aroma que ya conocía después de varias semanas de haber sido penetrado por éste, aquél que habitaba incluso en mi carro o en mis camisas. Mis manos todavía olían a su perfume.


Pero cuando llegué a mi casa, ese olor se había ido, al igual que las ansias por el café, la risa del vagabundo enojado, la incomodidad de mi juventud, lo simple del beso, la preocupación por mis problemas emocionales, el añoro de mi carro abandonado en el taller de la agencia y las inseguridades sobre mi escritura. Todo lo que había vivido y sentido en esa larga mañana dominical se había disipado, menos mi exponencial vicio a la lectura, que había llegado para suplantar al de las redes sociales.


 
 
 

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