top of page

Sonrisas que ahogan la vida.

  • Foto del escritor: Juan Carlos Orozco
    Juan Carlos Orozco
  • 13 mar 2017
  • 7 Min. de lectura

Ahí me tenían. Soportando la cruda frente al volante, con mis mocasines gastados, mis pantalones con aroma a cigarrillo y un saco que aún guardaba el perfume de alguien que desconozco en uno de sus costados. Una resaca emocional emanaba de mi cuerpo en ese momento, haciéndome sentir ahogado de dudas y confusiones.


Las preguntas son algo que llegan mientras más envejecemos. E igual el que yo lo diga siendo tan joven es como caer en el cliché de la vida misma; el sentirse agobiado por todo lo que nos pasa. O probablemente no estamos ―ni queremos― ser sorprendidos por el pasar de las experiencias. Digo sorprendidos en la dirección en que la vida va cayendo, agarrándonos de imprevisto de la misma manera en que las gotas suicidas se estrellaban sobre mí mientras caminaba por aquella plaza atascada de manifestantes y turistas. ¿Me imaginan? Fingiendo que no pasaba nada, a la vez que escondía el programa del concierto autografiado por Angélica Olvido ―la violinista concertista del evento― del agua que atentaba con arruinarlo todo.


Llegué al concierto, tras haber sentido todo el peso de mi vida sobre mis hombros. Hacía mucho que no sufría de tantas emociones, muchas de ellas eran de las que preferimos ignorar. Estaba desvelado; tenía la urgencia de ingerir café lo más pronto posible y comprar una cajetilla de cigarrillos, de esos que me había prometido ya no fumar. Y llegué, arrastrando los pies y procurando evitar la maldita alergia que me había golpeado dos días antes y lo drogado que me ponían aquellas pastillas que me recetó mi papá ―y de haber sabido que me sentiría así, probablemente me habría tomado más―. Estuve a punto de traerme un libro para matar el tiempo, pero preferí observar a la gente desde la explanada del teatro, mientras me quemaba la lengua con el café caliente, cuyo efecto aún siento entre mis venas. Y podré decir que el tabaco y la cafeína me quitaban el sabor de sus labios en mi garganta, y que el pasar de las horas y comidas lo borraban cada vez más, pero estaría mintiendo. Así como la cafeína, aún guardo su sabor en mi boca.


Ellos llegaron, unos más rápido que otros, y conversamos mientras la gente ingresaba al palacio del arte tapatío. Estaba emocionado y al mismo tiempo preocupado. Poco a poco el público, entre locales y extranjeros, fue tomando asiento, y las luces se atenuaron lentamente. Ella llegó tarde, casi se pierde la primera pieza. Ella, mi fiel compañera de funciones, la cual nunca se negaba a deleitarse del mismo arte que tanta presencia tenía en su vida. Extrañaba la manera en cómo se expresaba, llena de emoción casi incontrolable que salía de su cuerpo, siendo así gemidos repletos de placer e impresión ―y en algunos casos, de ganas de ir al baño― los que escapaban de su boca. Al lado de ella estaba mi amigo y la mujer con la que compartía sus labios, una chica que atesoraba de los edificios y el entrañable diseño de éstos. Me gusta cómo se miran, como si en cada pestañeo se nublara lo que hay a sus espaldas y sólo existieran ellos, alejando todo lo demás y teniéndose mutuamente; esa es la antesala del amor.


Yo sólo esperaba a que Angélica tocara. Llevo escribiendo y leyendo sobre ella durante meses, y siempre que voy al teatro me es imposible no hablar de sus logros: “¿Ves a aquella mujer en la primera fila, del lado izquierdo del Director de la Orquesta? Es Angélica Olivo, es venezolana. Es maravillosa”, y cuando toca, se retuerce en su asiento. Pero en aquél momento era diferente: esa tarde sería la concertista entre ritmos mexicanos y españoles, una excelente oportunidad para que aquellos que no frecuentan el teatro la admiraran de la misma manera en que yo lo hago.


Me gustaría decir que Angélica tocó mejor que en otras ocasiones, pero la realidad es que siempre ha sentido la música con cada parte de su cuerpo. Se retorcía aun estando de pie, frente a la audiencia. Y cerraba sus ojos y arrugaba su rostro, moviendo sus cejas y apretando los labios, inclinándose y declinándose, a veces de izquierda a derecha o de frente hacia atrás, sin despegar los pies del suelo y teniendo la intensidad de Marco Parisotto, el Director de la Orquesta, guiando al ejército de músicos que la acompañaban. Y fácil podría narrar cada rasgado que hacía a su instrumento, al punto de casi arrancarle las cuerdas y hacer que explotara; pero ninguna de las palabras que pueden ser escritas en éste idioma o en cualquier otro se equiparan a la maestría con la que toca, hoy y siempre, al igual que lo que significa ser parte del conjunto de la Orquesta Filarmónica de Jalisco.


Tras finalizar su interpretación de la Sinfonía Española, op. 21 de Édouard Lalo, y después de que toda la audiencia se pusiera de pie y aullara en júbilo y estrellara sus palmas una y otra vez hasta el punto de que éstas ardieran, ella volvió, con el ánimo de deleitarnos en esa tarde una vez más. Y no tocó un clásico de la música ni mucho menos una pieza pretenciosa, sino una que es representativa del cine estadounidense y la cultura general, “Over the Rainbow, de la película El Mago de Oz. Todos nos encontrábamos en silencio, inclinados en nuestros asientos y escuchando pacientemente su interpretación tan precisa y acertada para la tarde dominical.


Llegó el intermedio y fuimos a fumar cigarrillos, aún con el corazón en nuestras manos y los sentimientos desbordándose por nuestro cuerpo. “Acabamos de sufrir un orgasmo auditivo”, le dije a mi acompañante. Ella asintió, igual de extasiada. No nos interfería nada, más que un abismal amor por la vida. Estábamos en la ciudad perfecta en el momento oportuno, los cuatro por mera coincidencia de la vida, por azares del destino y decisiones de terceros. Cada uno de nosotros hacíamos buena pareja con nuestra contraparte, o al menos eso suponíamos en aquél mar de personas de diferentes clases que se encontraban en el centro de la ciudad.

Cuando regresamos, en la tercera llamada, vimos a Angélica sentarse unas cuantas filas delante de nosotros. Hubo un aplauso tranquilo; ella sonreía, de esas que son sinceras y profundas, y tomó asiento junto con el resto de las personas. Mis amigos me indicaron que ahí estaba, y entre bromas me insinuaron que me acercara a saludar. Yo conocía al sujeto que estaba al lado de ella, era Arturo Gómez, el Gerente General de la Orquesta, así que aproveché el momento de hacerlo. Lo saludé a él primero, claro. Es un sujeto encantador a quien le guardo mucho respeto y admiración, y después a ella, tomándole la mano y procurando no derretirme en el acto, hasta la saludé con beso en la mejilla. Yo tenía una sonrisa que no se podía desmoronar por nada del mundo, y un calor que brotaba de mi pecho y hacía que flotara con cada paso, como si la gravedad fuera un juego de niños. Todos bromeaban de mi expresión, de verdad estaba enamorado.


Me gustaría decir que la siguiente pieza interpretada por el conjunto me causó la misma admiración que la Sinfonía Española. Era el Danzón no. 2, de Arturo Márquez. Cabe destacar que mi amigo lloró, escondido entre las sombras del teatro y la admiración que le causaban sus circunstancias. Y a pesar de vivir de un fantasma que le tiraba de los talones en su vida y que le había arruinado tantas oportunidades de ser feliz, esa tarde no paraba de sonreír. Sonreía porque quería; finalmente lo había logrado, y la canción que necesitaba escuchar lo acompañaba precisamente en una marea de cuerdas y soplidos, todos bajo la dirección de Parisotto.


Terminó el concierto, pero no nos fuimos sin antes felicitar de nuevo a Angélica, recibiendo de ella autógrafos y hasta una foto para conmemorar el momento. Pudo haber sido un día perfecto, el mejor de mi vida, pero el bar al que pensábamos ir estaba cerrado, y yo tenía un compromiso pendiente.


¿Cómo les fue?”, eran las palabras que acompañaban mi despertar a la realidad. Nunca había sentido tantas emociones: miedo, amor, enojo, alegría y empatía. Pero al ver tocar a Angélica, sentí como si todo en mi vida se acomodara de manera armoniosa, de una forma que penetraba por cada esquina de mi cuerpo, cada vez más profunda conforme sus rasgados arañaban las cuerdas de su instrumento. Le aplaudimos, y ella sonreía. “¡Estás rojísimo!”, me denotó la pareja de mi amigo, a la cual le adopté un profundo cariño. Pero no sonreía del todo por Angélica, sino por la manera en que interpretó la música de Lalo. Estaba enamorado. “Enamorado, ¿de quién?, ¿de Angélica?”, tal vez enamorado no sea la palabra correcta para describir lo que sentí durante el concierto, pero no era de ella. Estoy enamorado de la vida, ahí fue cuando lo supe. Tal vez mi amor brotó por las circunstancias con las que llegué al teatro. Angélica dejó en tal estado a la audiencia que cuando terminó su interpretación, a todos se nos habían acabado las fuerzas para seguir aplaudiendo con la misma intensidad. Hizo que la vida del público fuera acomodada de tal manera que embonara con nuestras circunstancias y su música. Supongo que todos entramos con muchas preguntas al teatro, y sin duda salimos con más, pero ya al menos sabíamos en qué dirección van las respuestas.


Pudo haber sido el mejor día de mi vida. Pero me faltó la persona a quien ahora engaño para que lea estas líneas, mismas de las que suele escapar. Pero que mientras sus ojos pasan por estas palabras, si es que no ha huido de nuevo, sus mejillas toman un rojo casi tan fuerte como el que yo tenía, y ella tendrá razones más que suficientes como para que su corazón se le estruja. Tal vez un miedo latente invada su cuerpo y la respiración se le corte, o probablemente de su rostro nazca una sonrisa entre las inseguridades e incógnitas que hoy en día la ahogan. No pierdas la fe, querida. Ya casi acaba y vale la pena lo que estás haciendo.


 
 
 

Comentários


Entradas destacadas
Entradas recientes
Archivo
Buscar por tags
Síguenos
  • Facebook Basic Square
  • Twitter Basic Square
  • Google+ Basic Square
  • Twitter - Black Circle
  • w-facebook
bottom of page