El tango y la nicotina
- Juan Carlos Orozco
- 27 mar 2017
- 2 Min. de lectura
No había música, ninguna tonada armonizaba el ambiente. Toda la sala estaba llena de rostros desconocidos que sonreían con expresiones etílicas con suma alegría que les tiraba de las mejillas y forzaba sus gestos. Los anfitriones iban y venían en una danza encantadora, con suma elegancia y miradas acogedoras, con la intención de tranquilizar a los visitantes que desconocían su lugar en la casa. Y poco a poco, las personas se fueron presentando con una máscara hecha de las normas sociales que los cubrían de pies a cabeza, siendo un amplio traje de pretensiones y costumbres aprendidas desde la infancia.
Y a pesar de haber tomado cerveza nacional y cigarrillos norteamericanos ―hechos en México, porque Trump está haciendo mal su trabajo―, las conversaciones se movían arduamente de un lado a otro. “Me tatuaría el rostro de Pavarotti”, se dijo en una de las conversaciones, mientas en otras sólo se callaba y se aspiraba de la teta cancerígena denominada como cigarrillo: el partero del cáncer y todas las enfermedades a las que sutilmente nos exponemos con tal de apaciguar nuestros vicios.
Los vicios. Alcohol y cigarrillos era lo que abundaba esa noche, al igual que decenas de lonches y empanadas argentinas y cientos ―por no decir miles― de botanas, desde jamón serrano, queso holandés y hasta una infinidad de cacahuates y todas sus variantes. Todos se atiborraban de la comida, engullendo cada porción y tomando más y más, hasta perder el equilibrio y expulsar todo en la jardinera de la banqueta. La gente tomaba vampiritos, whisky en las rocas, palomas y hasta cerveza. Algunos valientes mezclaban todo y hasta le agregaban vino tinto ―o cualquier cosa que raspara―, pero los más certeros, los que se posarían frente al volante cuando todo terminara, preferían mantenerse en lo simple y contener sus impulsos, dedicándose a empinarse vasos de agua mineral y uno que otro cigarrillo.
Malditos cigarrillos, ni que estuvieran tan buenos: ni que el calor que emanara de su plástico pezón llenara de tanta tranquilidad los pulmones, y que de estos, dejándolos ya corroídos de nicotina y humos, brotara el mismo veneno hacia las fosas nasales de los que no compartían el desgraciado vicio que nos llevaba a la muerte. Mismo mal compartían aquellos que decidían ingerir su alcohol, agrietando su hígado y cociendo todo por donde pasaba. Así es la muerte que nos acecha pacientemente, en un continuo tango. Un tango bailado por una joven esbelta y un viejo tosco, quien la arrastra hasta el punto de rebajarle el nivel y emparejarla a su senectud.
Y después de los coqueteos, los bailes, las risas hasta el intercambio de anécdotas, regresarían sin ninguna preocupación, rozando sus manos y compartiendo miradas, hasta que al final sus labios se fusionaran una vez más, ebrios de cariño y de fiesta, con un candente aliento a cigarrillo y excesos que sólo buscaban olvidar las responsabilidades, incluso los nombres de aquellos que estaban fuera de la casa en la provincia. Y tras los enojos, las risas y hasta los malos entendidos, siempre quedaría en las memorias las colillas de cigarrillos amontonadas en el cenicero y aquél tango entre la joven y el anciano, en una cochera en donde todos observaban admirados, a la espera del paso preciso y el giro perfecto.
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