El Sol y la Luna
- Juan Carlos Orozco
- 3 abr 2017
- 5 Min. de lectura
Ellos ya no se aman, y yo creo saber por qué; ni siquiera se esfuerzan por aparentarlo. Los años han comenzado a aplastar sus cuerpos al punto de provocarles una creciente joroba que va empujando su cuello y hombros hacia adelante. La planta de sus pies va aplanándose y sus cueros van cayendo conforme pasa el tiempo, hasta el punto de casi pisárselos en el menor de los descuidos.
Antes él la invitaba a salir, y ella se esforzaba por verse hermosa en cada ocasión. Le llevaba música, la buscaba en su casa y se emborrachaban juntos, y no siempre tenían sexo después de la segunda botella de vino.
Una vez, hace muchos años, él me mostró el lugar donde le pidió matrimonio. Me dijo que se la llevó al bosque, caminaron una hora, y en una barranca se sentaron, tomaron cervezas y comieron jamón serrano y queso holandés, observando los árboles y el viento que movía sus ramas y hojas. No importa qué parte veas del bosque cuando lo tienes enfrente, siempre hay vida en él; pero no puedes verlo todo al mismo tiempo: te tienes que concentrar y enfocar tus ojos en un punto fijo. Y mientras el viento acariciaba sobre sus jóvenes rostros y unían sus manos, entrelazando sus dedos, él le pidió que fuera su esposa. Pero no así como así, como lo vemos en el cine. Le dijo “¿Hasta dónde vamos a llegar?”, y ella, tan tosca como siempre, le respondió: “Hasta donde tú digas, cabrón”. Y ambos acordaron tácitamente que se casarían; ni siquiera le dio un anillo.
Se conocieron en el trabajo, peleándose por unos malditos teléfonos. Él, como de costumbre y tras varios años de ser el jefe del lugar, llegó con pasos agigantados a su puerta y con un aullido repleto de cólera le exigió que se los devolviera, para “sus secretarias”, tengo entendido. Ella, sacada de onda y confundida por recibir mentadas de madre a las nueve de la mañana en un lunes que se veía interminable, encontró la mejor manera ―o al menos en su versión; conociéndola lo dudo― de decirle que sólo seguía instrucciones. Él, al no ver que la joven fémina sucumbiera ante su intimidante virilidad, patriarca y opresora, no tuvo otra opción que gruñir y jalarse del cabello ―por razones que todos desconocemos― mientras daba zapatazos contra el suelo. Al final ella no le dio nada y él se fue, recordándole el diez de mayo entre los pasillos.
Meses después empezaron a ser novios. Él dice que se enamoró de ella cuando la vio entrar a la oficina con un amplio vestido negro con figuras de sandías en él; ella nunca dijo algo al respecto. “Es alto, guapo e inteligente”, es lo único que comparte.
Supongo que esa es la razón por la que no se aman. “El amor entra por los ojos”, nos cuenta el dicho popular. Yo diría que es más bien el gusto el que nos penetra por la vista de manera tan sorpresiva; los pensamientos son los que enamoran ―y denotarlo es entrar al cliché del amor y todas esas cosas que inundan la poesía y literatura juvenil. Y ellos, claro está, tienen pocas cosas en común. Él adora el campo, ella la ciudad; él la ingeniería, ella las ciencias sociales; él los cantos gregorianos y ella la música electrónica; él el sexo y ella la apatía de éste. Es información de más, pero él me ha llegado a confesar que a le encanta el sexo; lo ve como toda una institución que se rige bajo un mismo fin: el amor. Y me ha contado que ella le disgusta. Que las pocas veces que lo han hecho ―que al parecer sí han sido muy pocas, si me preguntan― se ha visto rodeada de incomodidad. Tal vez ella es asexual.
Fueron novios por seis meses y se casaron, y otros meses después tuvieron el primer hijo, y luego el segundo y el tercero. Los primeros años vivieron por ellos, de un lado a otro con el fin de complacerlos. Pero los niños no son como los perros, que a pesar de los años se quedan fielmente a nuestro lado y no se separan ni a golpes; los hijos se van. Toman el dinero, la ropa, los bienes y hasta las propiedades, lo meten todo a una bolsa de plástico y se van así como así sin decir ni una sola palabra ni una muestra de agradecimiento por todos los años de servicio, preparados para estamparse con la vida real y repetir el ciclo, y si tienen la misma suerte que sus progenitores ―o mala, dependiendo de cómo se vea a esos pequeñas bendiciones que inundan las calles pidiendo limosna―, se vuelven psicológicamente estériles y se alejan de toda responsabilidad. Hasta que en una noche loca de pasión usan el condón que traían calentándose en el carro después de diez meses de haberlo comprado y copulan por unos minutos, terminando en un orgasmo que llega demasiado pronto, y generalmente sólo el de uno. Y después de nueve meses, están de vuelta en su casa arrastrando los pies, pidiendo dinero y misericordia.
Pero afortunadamente, a ellos aún no les toca ese sufrimiento; aquél que viene de la fuga de sus hijos. Ellos siguen atados a las comodidades del hogar. Eso no impide que oculten lo que sienten y carecen; es claro que no hay amor. Son tan diferentes como la Colonia Jalisco y Providencia; desde sus calles hasta los disturbios nocturnos: unos por parte de los habitantes, y otros por las guaruras del copetudo de nuestro Sr. Gobernador. Me gustaría culpar a la diferencia de edad que hay en ellos: hay suficientes años para considerarse una generación completa. Pero la realidad es que ambos estaban deseosos de hacer una familia, y se encontraron en el momento preciso.
Los años se los estaban comiendo, y la edad es lo único que no perdona a nadie. “Como me ven, se verán. Muéranse jóvenes y dejen un cuerpo lindo”, le decía un tío mío a las veinteañeras que intentaba ligarse en la playa, embriagándose con agua de coco y algún otro licor costeño. Ella estaba pasando sus treintas y él le remordía el nunca haber tenido una familia, al punto de causarle pesadillas. Así que cuando él vio una oportunidad en ella, ambos se olieron las ganas y decidieron darle pie al proceso.
Y después de tres hijos y varias décadas de casados, no se han llegado a amar. Podrán besarse, dormir juntos, tener sexo y hasta compartir algunos gustos, pero no pasa de eso. Ella lo ha amenazado de separarse de él, y entiendo su miedo. Él no hace más que estarse callado en todo momento. Y si llega a hablar, lo hace para demostrar una inconformidad o recalcar una obviedad. Pero no quiero creer que ella lo abandonará en su vejez, cuando esté en sus tiempos extras al filo de la muerte. Ella se quedará hasta que deje ir su último suspiro ―porque sin duda él morirá antes que ella―, ya sea en un asilo o en el hogar que compartan. Y poco después, ella también lo hará.
Morirá sola en un atardecer, viendo el horizonte y lamentándose por el que él no hubiera muerto antes, dejando atrás toda sonrisa que compartió con su marido y siendo cubierta por los últimos roces del sol. Ella no morirá joven ni dejará un cuerpo lindo, pero sí un corazón con un hueco de amor.
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