El Rey es mi gallo
- Juan Carlos Orozco
- 10 abr 2017
- 1 Min. de lectura
Es la ciudad la que brilla.
La que apesta a ceniza y se golpea contra el pecho en un latido brusco y continuo.
Es aquella que cruje cada tarde
y se cocina en su caldo,
la que rebosa de personas en los días
y en las noches se queda sola, paciente y fina.
No quiero decirte que te dejaré de escribir,
ni que me detendré de dedicarte mis mañanas y besos.
No dejaré de pensarte en cada una de tus fallas,
incluso en aquellas en las que hace que quiera irme y no verte.
Porque te odio y me odias.
Me odias en cada auto que aplasta tu asfalto
y en cada cigarrillo que tapiza tus banquetas.
En tus libros usados y en tus bares asfixiados.
Pero no dejaré de pensarte en cada una de tus fallas,
ni mucho menos en tus logros.
No perderé el cariño,
querida mía,
mi joya citadina.
En la distancia meticulosa y en la incertidumbre descorazonada,
te tendré latiendo y transpirando.
Serás mi carne y mi suela;
mi llamado a la embriaguez y la angustia.
No dejaré de pensarte en cada uno de tus aciertos.
En tu viejo ombligo ni en la punta de tus extremidades,
en tu dulce sangre ni lo suave de tus besos.
Porque te amo y me amas.
Me amas en cada uno de tus puntos,
con cada peca que crece en tu rostro,
así como en tus vellos que brotan disparejos sobre tu cuerpo.
Porque eres mía,
tal cual las cuerdas de una guitarra
o los botones de un traje.
Y yo soy tuyo,
como las pencas de un maguey
o el agave de un tequila.
Y con cada rasgar de tus días,
de tus caricias y mordiscos,
te tendré tatuada en mi pecho,
mientras que yo fallezco taciturno entre tus piernas.
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