La bailarina
- Juan Carlos Orozco
- 1 may 2017
- 3 Min. de lectura
“Podrías tener una lección gratuita de salsa”, me dijo con una sonrisa intuitiva bajo sus lentes, “sólo tienes que pedírselo”.
Observé cada paso que había dado desde que nuestros ojos se encontraron en la terraza. Tenía una mirada dulce y un cabello castaño que reposaba sutilmente sobre sus hombros, envuelta en un vestido corto de color azul; nunca habría adivinado su maestría en el baile.
Llegué a sentir sus ojos plasmarse en los míos en más de una ocasión, mientras daba fuertes golpes a mis cigarrillos y largos sorbos a mi cerveza. Pero la música era fuerte, de esa que te azota el pecho a puño limpio y con una intensidad continua. Mi cuerpo se había convertido en el tambor de sus labios, que me hablaban con curiosidad entre una tormenta de instrumentos y un pleno cuchicheo.
Reíamos, todos reíamos; la noche era una fiesta de música caribeña con ascendencia africana. El cambio de la tarde que inició con un jazz moderno, seguido de una tenue bossa nova hacía que la salsa que ahora sonaba prendiera fuego a nuestros sentidos. Pero aun así, yo era el único que bebía. Y sin importar cuántas veces inundara mi organismo de cerveza nacional, no sentía que mi rostro se entumeciera, ni que mis palabras se convirtieran en balbuceos. Y ella me miraba, desde la otra esquina, por un segundo tan corto que apenas si nos dábamos cuenta de lo curveado de nuestras bocas y las comillas que se abrían a sus costados.
“¿Por qué no sacas a alguien a bailar?”, le pregunté, ingenuamente. “Porque aquí nadie sabe bailar”, respondió, riéndose y mostrando sus dientes. Yo no lo entendía, ni siquiera encontré gracia sincera en su comentario. Era claro que todos ahí, los hombres y mujeres que se encontraban en la pista, eran unos expertos. Giraban como trompos; sus piernas se entrelazaban continuamente y sus rostros se mostraban complacidos, casi extasiados en un orgasmo en conjunto. Se veía fácil, pero si prestabas atención a cada uno de sus movimientos, podías apreciar años y años de práctica para alcanzar tal facilidad. Así que callamos y no apartamos la mirada de ellos: de personas de todas las edades moviéndose de lado a lado al ritmo de la música, descoordinados los unos de los otros, sin el afán de salirse de sus propios pasos.
No pasó mucho para que alguien la invitara a bailar. No supe con certeza si se conocían, pero sin duda ella tenía una picazón en la planta de sus pies que le incitaba a hacerlo; a pararse sobre la pista y agitar cada esquina de su cuerpo en el vaivén de movimientos disparejos, dando vueltas y pasando sus manos sobre su compañero de canción. Y yo no aparté la vista de ellos, ni por un segundo. Maravillado, no dejaba de observar la sonrisa que ella deslumbraba, el cómo se movía su cabello, el brotar de las gotas de sudor y el brillar de sus ojos. La bailarina iba y venía, fusionándose y separándose de su compañero, creando colores, sabores y olores. Juntándose y alejándose, a veces siendo uno mismo, y en otras una mera solista rodeada de desconocidos.
Por un momento yo quise ser su compañero. La misma picazón sobre la planta de los pies estaba comenzando a calarme; a rasgar mi carne con sus afiladas uñas, a tirarme de los brazos impacientemente y arrojarme sobre la pista con el latido preciso para tomar sus manos, su cadera, sus hombros y unirme en sus giros, ser sus giros. Que mis extremidades también perdieran su fin y que mi rostro desapareciera en la velocidad de las vueltas. Y al igual que una montaña rusa, que una canción y que incluso del mismo gusto por la vida, caí de bruces sobre la realidad: no sabía bailar. De que mis pasos, además de ser sinceros, no se equipararían a aquella hermosa destreza que se encontraba en la pista. Si yo me parara con ella, en aquél mar de danzantes, moriría ahogado y la jalaría conmigo. Ambos caeríamos en las aguas de la inexperiencia, muriendo lentamente en el intento.
No tuve corazón para matarla, no me nacía tal indiferencia por lo que ella sentiría. Fui cobarde, pero a la vez valiente al tener misericordia de la reputación que poseía en la marejada de desconocidos. Así que cuando regresó a la mesa, echándose aire con las manos, sudando y sonriendo placenteramente, lo único que pude decir fue: “¿Qué tengo que hacer para bailar como tú?”, a lo que ella rió y yo me quedé con una promesa llena de incertidumbre de aprender a bailar salsa, con la sola intención de compartir su cuerpo en la pista.
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