Del reflejo del sol
- Juan Carlos Orozco
- 14 may 2017
- 4 Min. de lectura
La carpintería es de los oficios más nobles que existen; es el utilizar el ingenio humano sobre la madera y plasmar las pasiones y deseos, para cuando esté terminado, verla materializada. En una contienda entre serruchos, martillos, taladros, clavos, y con la ayuda de algo de ingeniería básica y matemática simple, se pueden crear obras diversas, desde una puerta hasta un librero.
Mi papá es carpintero, entre otras cosas. Él ya es un hombre jubilado que dedica las mañanas a trabajar con la madera y astillarse las manos, mientras que en las noches puede pasar horas y horas viendo videos en internet, sin importar el idioma, para así encontrar nuevas técnicas de trabajo.
Sus manos corren el riesgo de llenarse de raspones, incluso tener un accidente sobre uno de sus dedos; el menor descuido puede crear la mayor de las desgracias. Y tras días de estar en su taller, de enojarse y ahogarse en su rabia por pasarse un milímetro en sus cálculos, de gritarle a su asistente y de incluso desquitarse con su propio cabello, del cual es capaz de tirarlo con suma violencia, se sentará en su banquito, y con un suspiro encontrará la paz al posar la mirada en el campo que hay frente a él, de sentir la brisa matutina e inhalar el aroma de la madera, mientras se repite “Sólo Dios es perfecto” y volver a trabajar.
Ha estado al borde de la muerte por sus incursiones laborales. Hace unos años decidió podar las ramas de un saucillo. No es una tarea sencilla, como muchos podrán imaginarse. Él se encontraba junto con Gabriel, su asistente, que estaba sobre una escalera amarrada en el tronco del árbol, mientras que mi papá la sostenía desde abajo. Él había hecho varios cálculos, con el fin de que cayera la rama sin problema alguno.
El sacha pera, o comúnmente conocido como el saucillo, es un árbol espinoso que puede llegar a crecer hasta diez metros, con un tronco de 20 a 40 centímetros de diámetro. Es una madera dura y difícil de trabajar. Tiene una copa amplia, con tendencia de tocar el cielo, llena de ramas y ramillas que se asimilan a lanzas de gigantes. Su corteza es castaño grisáceo, con hojas similares a las agujas.
Gabriel hizo un corte en el ángulo superior de la rama y el tronco, para que de esta forma, con el peso de la gravedad, cayera verticalmente. Pero por un error ajeno a la voluntad, ya sea por mero descuido por parte de mi padre o la incertidumbre de la naturaleza, la punta de la rama se atoró con otras del árbol de al lado, lo que provocó que la pequeña incisión del tronco venciera y saliera catapultada la rama hacia donde se encontraba mi papá. Ahora, él tenía dos opciones: sostener la escalera para que Gabriel no corriera tanto peligro, a pesar de estar amarrada sobre el tronco, o huir despavorido para no ser aplastado por esta. Optó por la última. Esa fue la última vez que Gabriel se subió a un árbol, ya que le contó a su esposa la misma historia, en una versión corregida y agregada, sobre cómo él, en la seguridad de una escalera, fue sacudido por el rebote de la rama. La pobre, llena de miedo y cólera, le prohibió subirse a otro árbol en su vida; no quiero ni imaginarme las amenazas que le lanzó si lo volvía a hacer. La escalera terminó abollada e inutilizable por el impacto, pero la única tragedia que sufrió Gabriel fue el casi mojar sus pantalones.
En su pálido rostro carga el peso de los años de trabajo y servicio ante la Compañía de Jesús, de la cual fue miembro durante gran parte de su vida. Ahora ya es un hombre de edad avanzada que ve al mundo con esos ojos azulados y con un cariño incomparable. Son pocas las personas que se le equiparan en grandeza amorosa; fácil podría dar todo su dinero con el fin de alimentar a todos los desvalidos del planeta, y así dar su cuerpo y alma para salvarlos, a cada uno de ellos.
Es un hombre lleno de sentimiento y emociones, de los que se angustian con la desgracia ajena ―incluso con la de las películas―. Ha llorado frente a mí veces contadas con los dedos de una mano. La primera fue en el funeral de su padre. Estábamos frente a su ataúd, mi abuelo tenía un traje gris y una corbata de un tono más oscuro que destacaba en su camisa blanca. En mi ignorancia de infante, lo señalé frente a mi familia; mi mamá me explicó, pacientemente, que no debía de hacer notoria la presencia de lágrimas de tristeza. La segunda, fue mientras se comía un bistec en la cocina. No tenía un aderezo especial ni mucho menos era una carne carísima; simplemente le había llegado el sentimiento, dando mordiscos y tomando vino, rodeado de su familia. La tercera y última fue en el teatro, era la primera vez que iba con él. Estábamos en los asientos de la luneta, y la Orquesta Filarmónica de Jalisco había estado tocando una serie de ciclos de Beethoven, y esa mañana de domingo, comenzaron con el Allegro Vivace de la Octava Sinfonía. Ahí se pueden apreciar sus tres grandes amores: la familia, la comida y la música.
A pesar de todo, mi padre es la única persona que se maravilla por el reflejo del sol de no más de un metro de amplitud sobre el techo de madera en todas las mañanas de domingo.
Años después, en una noche con una ventisca que parecía más un castigo divino, otra de las ramas del saucillo cayó sobre la barda del vecino, destruyéndola por completo. De no haber sido por la cobardía de Gabriel, esa barda estaría intacta hoy en día.
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