El ojo de la cámara
- Juan Carlos Orozco
- 22 may 2017
- 4 Min. de lectura
Un hombre espera en altas hora de la madrugada frente a una casa: el frío lo ha obligado a arroparse con una chaqueta de cuero. Lleva casi una semana sin fumarse un cigarrillo, y ya siente cómo le tiemblan las piernas por la abstinencia. Saca de su auto su taza de café y deja el libro en la cajuela; las ansias, el desvelo, los nervios y la abstinencia no le dejan concentrarse.
Se va al cofre del auto y se sienta, calentándose las posaderas con lo cálido del aluminio que cubre al motor. Primero voltea hacia arriba y ve que hay luces en la casa y ruidos en uno de los cuartos. Sonríe a medias y mira a la nada frente a él.
Mete su mano al bolsillo y de éste saca una cajetilla de cigarrillos vacía. Finge sacar uno y se lo coloca en los labios, mientras que de su chaqueta toma un encendedor. No hace viento, así que la llama brota con facilidad. Se lo acerca a donde está su cigarrillo invisible y hace ademanes de fumar, expulsando el humo tranquilamente. El calor de éste raspa su garganta y comienza a marearse. “No debí comprar de los fuertes”, se dice. Sigue fumando, apoyando su mano libre en el cofre.
Enfoca la vista en un poste que ilumina la calle, sólo en una esquina, con una cámara que apunta hacia su lugar. Ha estado decenas de veces ahí, frente a la misma casa, y nunca se había puesto a observar detenidamente a la cámara. Da unos pasos hacia ella mientras apaga su cigarrillo en la suela de sus zapatos y saca otro. “Maldito vicio”, dice entre dientes, y cuando la tiene de frente, deja su café en el suelo y se dedica fumar en el frío matutino.
Mira detenidamente al ojo de la cámara, a su oscura presencia. No le quita los ojos de encima y ve cómo ésta tampoco lo hace. Se enfocan mutuamente, sin pestañearse ni voltear a otro lado. El hombre comienza a pensar en que ella se concentra en él, así que da unos pasos hacia la derecha, y el ojo de la cámara lo sigue. Da unos pasos a la izquierda, y éste hace lo mismo. El hombre se ríe, y parece que ella también.
―¿Quieres un fume? ―Dice en voz alta, acercándole el cigarrillo a la cámara. Ella dice que sí, y el hombre se lo entrega sin despegar los pies del suelo. La cámara comienza a fumarlo.
―¿Esperas a alguien? ―le pregunta ella.
Él voltea la mirada a la casa, y sigue escuchando ruidos en el cuarto: sus pasos, los cierres de la maleta, las cajas apoyándose en el suelo y la ropa entrando y saliendo del armario.
―Sí, la espero a ella ―responde el hombre, señalando al cuarto con el pulgar y dejándose el cigarrillo en la boca.
―Ya te he visto antes ―dice la cámara mientras suelta el humo por el lente―. Vienes aquí al menos una vez a la semana, hasta estabas aquí hace unas horas. Pero no viniste la pasada, ¿por qué?
El hombre se ruborizó y tiró la colilla, mientras sacaba un tercer cigarrillo. La cámara estiró su mano y se lo encendió.
―Nos peleamos. ―Dijo el hombre a la vez que dejaba salir el humo e hizo una pequeña pausa antes de proseguir―. Pero supongo que ya quedó en el pasado.
―¿De verdad? No se veían molestos la última vez que estuviste aquí. Al contrario, estaban muy juntitos, hasta pensé que…
―Estábamos ebrios ―la interrumpió―. El enojo fue nuestra resaca, pero no hay una que dure más de una semana.
La cámara tiró el cigarrillo y el hombre le dio otro.
―¿No te molesta que ensucie tu banqueta? ―Le dijo, mientras que con la punta de ceniza ardiente encendía su cuarto.
La cámara guardó silencio y con el lente negó. Se quedaron viendo sin parpadearse y manteniendo el cigarrillo en la boca, sin sufrir de la filosa angustia de los silencios en una conversación.
―Es la segunda vez que vienes hoy ―prosiguió la cámara―, ¿no tienes otras cosas que hacer?
El hombre rió.
―Tengo responsabilidades, no podía ocuparme toda la noche en esto. Mi madre está sola en mi casa, y es un animal depredador nocturno cuando no estoy, hasta seguro en estos momentos está despertando, sólo para darse cuenta que no estoy.
―No hace más de tres horas de que te fuiste. Y ni siquiera te quedaste mucho tiempo; sólo le abriste la puerta, le ayudaste a entrar y te marchaste. Por un momento pensé que ya no volverías.
El hombre se quedó callado, escuchando a los animales que despertaban en la madrugada y del ruido de los autos pasando por la avenida a toda velocidad. Se agachó y tomó su café, dándole un largo sorbo; comenzaba a enfriarse. La cámara seguía sin parpadearle, y él no podía quitarle la mirada de encima.
―¿Has visto a otros hombres venir a esta casa? ―Le preguntó finalmente, sintiendo el sabor a plástico de la colilla de su cigarrillo y dejando que se consumiera con su propio fuego sobre sus dedos.
―La he visto a ella queriéndote. La he visto reír, llorar, enojarse y contentarse por ti. Suspirando en las mañanas después de que la traes de regreso en las noches y la emoción que le da cuando vienes por ella. ¿Importa si alguien más viene? Lo que importa es que tú eres el único al que le alegra ver.
El hombre sonrió en sus adentros. Su celular comenzó a vibrar en su bolsillo, lo tomó y vio que era ella. “Ya casi termino”, le dijo, “¿podrías ayudarme a bajar la maleta?”, él asintió con gusto y colgó.
―Tengo que irme, ya nos vamos.
―¿Puedes darme un último cigarrillo? No creo que te vea en mucho tiempo.
―Lo siento ―dijo dándole otro sorbo a su café y sin quitarle la mirada de encima―, ya se me han acabado.
El hombre dejó el café sobre el techo del auto, abrió la puerta de la casa, subió las escaleras y la vio en un vestido blanco con flores, como si hubiera dormido durante horas, totalmente descansada y de un excelente humor.
―Hueles a cigarrillo ―le dijo ella sonriéndole―, pensé que ya lo habías dejado.
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