Las andadas del tanino
- Juan Carlos Orozco
- 4 jun 2017
- 4 Min. de lectura
―¿Sientes ese sabor en tu nariz y garganta, como si fuera la menta de un cigarrillo de sabor? Es por los taninos. Están en la cáscara de la uva, y el que lo sientas es porque hay una gran concentración de ellos en éste vino. Es lo que hace que me guste tanto, a pesar de no estar muy segura de qué uvas son; no conozco ninguna de las que aquí se mencionan.
―Al final, el mejor vino es el que a uno le gusta, ¿no crees?
Apenas eran unos niños con gustos de adultos, sentados en el teatro atesorando el ballet del estado. Ninguno de los tres, la jurista, el músico y el escritor, hablaban ni se inmutaban de estar en sus lugares, taciturnos y sin despegar su cuerpo del asiento. Parpadeaban cada uno a su ritmo, y tragaban saliva cuando su cuerpo se los pedía.
Salían y fumaban de sus cigarrillos mientras que discutían de las banalidades que los inundaban. A veces en sus palabras había libros, en otras música; pero el vino tinto era el final de todos los caminos.
Las andadas de sus pasos los terminaron arrastrando a un bar entre las calles de la ciudad, allá por esos rumbos del centro en donde el peligro puede brotar de cualquier esquina si no se tiene la compañía correcta.
Y podían perderse en los recuerdos que remaban en su corazón y de los riachuelos de sus venas. Hablar de amores frustrados y sueños amargados; se quedaban con el gusto al presente y escapaban de la muerte a un paso veloz, buscando la oportunidad de enterrarse en la tierra y ser sostenidos por alguien que les asegurara una estabilidad entre sus brazos y calmara sus penas.
Pero lo que en esos momentos podía relajarlos y hasta reírse de sus temores, era el vino que desbordaba por las escaleras que llevaban al bar. Incluso los músicos aullaban en júbilo ante el cálido ardor que rasgaba sus gargantas mientas acariciaban sus instrumentos.
―La mejor canción del mundo es Bésame Mucho, hasta es la más traducida en toda la historia en español. Hay miles de versiones en diferentes géneros y ritmos, haciéndola muy versátil. Sin embargo, es de las pocas a las que es imposible dedicársela a alguien: no hay valientes que se animan a hacerlo; a atravesar las barreras del cariño y osarse a ponerle un destinatario a los versos de Consuelito Velázquez. Y estos músicos no se la saben, ¡no se la saben!
Los niños subieron a las escaleras, intentando no manchar sus zapatos con las pequeñas lagunas de tinto que rebosaban en ellas y encontraron una amplia sala que abarcaba todo el segundo piso del local. Había sillones, mesas, sillas y hasta esculturas. Sus mentes divagaban en cada esquina de ésta y mantenían sus quijadas al ras del suelo, al momento en que aspiraban del filtro y se llenaban de humo los pulmones. Y hablaron de la inminente espera de la muerte que se escondía detrás de las plantas en una esquina, y de las posturas filosóficas que hay más allá de las puertas del bar, cruzando la calle.
Y entre los suspiros y anhelos de sueños inmaculados y palabras todavía sin ser pronunciadas, una figura extraña y temerosa se acercó a su conversa y con un dialecto de fuera les cuestionó acerca de la música, a lo que ellos respondieron con grata emoción, exaltando el talento de los intérpretes.
―Nos tenemos que ir, ¡tocarán Crazy! ―dijo la jusrista, bajando las escaleras a toda velocidad con el fin de deleitar sus sentidos y beber más tinto; cantando las canciones a la par de ellos y alzando los brazos en sumo júbilo, mientras que el resto la seguía, con un caminar más pausado.
Invitaron a la figura a su mesa, a disfrutar del queso y tomar del vino. Gritaron, hablaron y rieron. Estrujaron sus cuerpos los unos a los otros e intercambiaron posturas de vida, anécdotas y gustos variados. Aplaudieron hasta embriagarse en su verbo, llegando hasta el final de la botella y rogando por sus últimas gotas, que no saciarían su inagotable sed, pero llenarían un vacío provocado por las lágrimas en la copa.
Y cuando cada uno de ellos partiera a su casa, el músico y la figura en un auto y el escritor y la jurista en otro, se perderían en sus nuevas conversaciones, haciéndose amigos de extraños guardias que se posaban a las afueras de los edificios públicos. La jurista agarró cariño en uno de ellos, que amablemente les intercambió un poco de fuego por uno de sus cigarrillos de clavo, ya que los niños habían perdido el encendedor. Ella lo aduló y agradeció su servicio con una alegría despampanante, que podía sonrojar hasta a una estatua, y si por sus gustos fuera, una estatua de la Justicia de mármol.
Los dos niños fumaron desde el bar hasta su casa, riendo y hablando de temas tan carnales como la sangre en sus venas y el aire en sus pulmones. Intentaron cantar en el trayecto, pero los estragos del vino habían adormecido sus pensamientos y ablandado su lengua. Se consolaron mutuamente con palabras dulces y verdades tiesas, sintiendo los golpes de la realidad en sus pequeños pechos que se llenaban de humo, humo que nacía de los cigarrillos que encendían continuamente con los filtros en llamas a falta de un mechero que avivara su vicio.
Una vez llegando a su destino, se agradecieron lo dicho y hecho, prometiendo verse de nuevo en alguna otra encrucijada de la vida, cuyos caminos son desconocidos para los que la transitan, arrinconándolos a las banquetas con el peligro constante de los autos aplanando el asfalto.
A la mañana siguiente, el escritor tomó la cajetilla de cigarrillos y encontró el encendedor ahí dentro, escondido entre seis cilindros cancerígenos que lo tenían secuestrado.
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