Huracán
- Juan Carlos Orozco
- 9 jun 2017
- 5 Min. de lectura
Dimos varias vueltas antes de estacionarnos; era de noche y el calor todavía estaba ahí. Nos encontrábamos nerviosos: mi camarada de 1.68 y yo. Veníamos de un lugar en donde se sospechaba que vendían marihuana y ahora estábamos siguiendo una ruta totalmente fuera de lo usual en altas horas de la noche, y como siempre que salíamos, no había gente en las calles: estaban totalmente vacías. Incluso la poderosa Avenida Hidalgo contaba con apenas un puñado de automóviles que surcaban al centro a una velocidad moderada, al parecer nosotros éramos los únicos que iríamos a enfiestarnos.
Había un enorme agujero en la entrada de donde sería, rodeado de cinta preventiva; no vaya a ser que uno de los pobres ambulantes tropezara con él y atravesara la tierra hasta llegar a China y lamerle la nalga roja comunista a la estatua de Mao Tse-Tung. Había un silencio estremecedor, hasta que preguntamos torpemente a una de las personas que se encontraban afuera que si era aquí. “¿Aquí es la fiesta?”, preguntó el pigmeo. La mujer se veía confundida, “No sé, supongo” dijo en un tono de voz apenas comprensible.
Entramos como si fuera nuestra casa, como queriendo no hacerlo y siendo halados por una vibra desconocida, hasta que un hombre de piel morena y feo como foco fundido y un cuerpo que se asemejaba a una lata de frijoles abollada nos detuvo a medio caminar. “¿Aquí es la fiesta?”, volvió a preguntar el saluda-hormigas. El pegasustos se levantó de su silla de plástico y con una expresión de desagrado ―y era desagrado, porque era más fea que su cara de seriedad― hizo ademanes de molestia. Pati-corto y yo nos dimos cuenta que tenía puestos unos guantes blancos, Dios sepa para qué. Demetrio ―y medio― localizó a lo lejos del amplio pasillo a su amigo, aquél que nos había convocado en aquél hostal ―Hostal Tequila, en Av. Hidalgo, entre Ghiliardi y Nicolás Romero― y que ahora arrastraba la lengua. “Ya es deshora, cabrones. A las nueve se acaba es… ¡Uy! Ya son las nueve”, decía el caraculo, “Al menos chupen, cabrones, y no se las hago de pedo”. Mi amigo el tachuela sacó un billete de cien, mientras que yo uno de cincuenta. “Con el de cien está bien”, agregó el AntiCristo. “Ni madres”, remató Pulgarcito. “Bueno, entonces el de cincuenta y hasta les incluyo propina”. Y así nos entregó las chelas, una Corona para mí y una Victoria para el chichón de piso.
Cruzamos el pasillo, no sin antes maravillarnos colectivamente por una magnánima pintura que estaba a lo largo de toda una pared: un luchador enmascarado con el torso desnudo flexionando su brazo izquierdo, denotando el tatuaje de un corazón en el bíceps. En el otro brazo, una calavera atravesada por dos huesos y en el torso un rayo; estaba posando orgullosamente sobre un fondo rojo escarlata, portando un cinturón de oro ―de esos que se presumen―, y en su cadera había una manta con algo escrito de la que presumo que era su nombre de combate: Huracán.
Todo era una distorsión de la realidad. Había un argentino pelón con apariencia de estar hasta la madre de drogado, al que le pedí algo de marihuana. “Yo no la fumo”, dijo el boludo, “pero te puedo regalar”. Me negué, ya que se me hizo una falta de respeto fumar solo. El amigo del Liliputiense tenía apariencia de árabe. El moro estaba, audazmente, hablando una combinación de francés-inglés-español con dos mujeres: una rubia franco-italiana y una italiana de cabello oscuro. “El acento québécois es horrible”, decía la franco-italiana, “Tuve un amigo que fue a Canadá y de plano dejó de hablar. Había muchachas muy, pero muy guapas, pero con ninguna podía hablar. ¡No les entendía!”, todos rieron.
Cada quien estaba en su asunto. Había una serie de tubos que se asimilaban al escenario de un espectáculo del Cirque du Soleil alrededor de una alberca, y perdidos en una esquina, habían unos jóvenes jugando beerpong: un tipo de ascendencia filipina que venía de Washington (sin camisa), un irlandés (altísimo), una mujer que creo recordar que era colombiana (sudaca) y personas menos importantes pero igual de alcoholizadas que se emocionaban cada vez que la pelotita de ping pong golpeaba el vaso enemigo.
El amigo talibán iba y venía de entre las personas, decía que conocía al tipo altísimo de un viaje a Sayulita y que acostumbraba a venir a emborracharse al Hostal Tequila ― en Av. Hidalgo, entre Ghiliardi y Nicolás Romero.
La franco-italiana y la italiana se fueron a sentar a la pequeña sala a los pies de Huracán, mientras que mi amigo y yo nos pusimos en una banca a platicar de temas mundanos, como de amor y esas cosas feas de las que se antoja hablar cuando se traen las chelas encima. Y en un momento, la franco-italiana apuntó hacia nosotros su trasero agachándose por algo, a lo que mi amigo hobbit resaltó: “No tiene calzones”.
Ante nosotros pasó un sujeto con cara de amargado y sin camisa (moda europea), y detrás de él, una damisela con cabello negro hasta mitad de los hombros que lo seguía con una sonrisa imborrable y un vestido color tinto. “Van a coger”, afirmamos los dos. Ya era momento de la segunda chela.
El tostón las compró, y a él sí le dieron cambio (y hasta holgado). “¿Qué le pasó a tus guantes?”, dijo. “Los perdí en el culo de un bato”, respondió entre risas la gárgola.
“Si vieran lo que me ha tocado trabajando aquí”, decidió contarnos, “Hay historias pero si bien bonitas. Vino una chica extranjera, rubia, así de alta, de piel blanca, guapísima. Pero tenía novio, ¿ven? Y vieran qué fiel se puso, porque en esas fechas llegaron ocho cabrones altísimos y riquísimos, todos holandeses, todos queriéndole pegar una tremenda cogida. Y ella a todos les dijo que no”. Tomó un poco de su cerveza, se rascó la papada y prosiguió: “Una vez se me acercó una chava europea y me ofreció trescientos por un trío. Sí, pero ¡trescientos euros! Claro que acepté. Y ya estábamos los tres, yo, ella y su novio. Pero al final ella se fue toda enojada y yo me quedé con el bato, jeje”, también rió en sus adentros y le dio un sorbo más. “Yo con todos, eh. Tú me ves así vestido con mi playera y mis shores y mis chanclas, pero si me invitan a un evento de gala ―porque tengo mis amigos―, pues sí me voy bien arregladito y todo, eh. Me peino, me pongo mi camisa y quién me viera, bien arreglado. Pero eso sí, con los fresas no. ¿Conocen Maskaras? ¿No? No han vivido, no saben. Siempre salgo pedo, eso sí”.
Ya nos íbamos, estábamos caminando hacia afuera del hostal, cuando el Inspector de zócalos se me acercó y me dijo que el feo no dejaba de tirarle los perros, y bien cabrón. Yo no supe cómo supo que él sabía lo que sabía, así que asombrado asentí y agregué: “¿Crees que neta le hayan pagado por un trío?”, a lo que respondió: “Es que tiene apariencia exótica”.
Estábamos ya en el pórtico, cuando la franco-italiana y la italiana nos pidieron por direcciones para ir a un Oxxo a comprar alcohol. El Lincoln ―pleto― me hacía señas indicándome que me ofreciera para darles aventón a dondeseaquefueran, pero preferí mirar a otro lado y negar con la cabeza. “Busquen en Google”, fueron las palabras de mi camarada, mirándome con cierta decepción. Subimos a mi auto y aceleramos rápido, para evitar un asalto sorpresa de alguna de las pobres almas que no habían caído en el hoyo del hostal. “Aún sigo sin creer que rechazaste la oportunidad de darte a dos europeas”, fueron sus palabras en todo el trayecto de regreso, dejando la ciudad caótica y aquél hostal de extranjeros detrás de nosotros.
Comments