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Dios camina entre nosotros

  • Foto del escritor: Juan Carlos Orozco
    Juan Carlos Orozco
  • 17 jun 2017
  • 9 Min. de lectura

Se lo juro, señor, que la neta nunca esperamos que todo esto terminaría así.


Mis amigos y yo venimos de Guadalajara, ¿sí? De allá somos y queríamos pasar el fin de semana acá en la sierra de Mazamitla. Y pues sí, señor. La neta es que sí veníamos con drogas, ¿cómo la béisbol?


Pero no fue mi idea, se lo juro. Fue de Gabo, a quien le encantan los pinches hongos alucinógenos. ¿Qué, no los conoce? Uy, don. De lo que se pierde, pues. ¡Vivan las drogas!, ¡los hongos son la luz! En fin, señor. Estos que les digo no sé de dónde chingados se los sacó Gabo, pero Rosa y Mario, o como le decimos nosotros, el Mamario, ya andaban pedos cuando iniciamos el camino. Viera usted cómo se cruzan sus miraditas cuando se empinan las cheves. Y esa Rosita es una canija, viera pues. Nomás se toma dos chelas y ya anda besándose con todos, quesque “tiene mucho amor para dar”, sabrá usted, pero a mí no me ha dado ni las buenas noches, caray.


Y Gabo le podrá decir: “Fue idea de Juan echarse los hongos en plena carretera”, pero la verdad es que fue el Mamario el de la idea de sacarlos de la guantera. Al final, yo era el chofer y éste cuate andaba de copiloto, sabrá Dios por qué si era el más cuete. Y ya en carretera, no me pregunte en dónde porque la mera Netflix yo soy requete despistado para la manejada, pues. Yo sólo sé que no sé nada, como diría el cubano del cigarro, ¿Fidel, que no? Va, pues. Total, ahí íbamos los cuatro en la troca de mi jefe, cagándonos de risa de los pinches árboles y de las montañas. Y viera usted, hasta de los carros que nos pasaban: se nos quedaban viendo con los ojos como platos, como si no hubieran visto cuatro amigos entrados en la mera mera.


Cuando lo vi di el frenón, se lo juro por mi santa tita que está allá arriba trepadota la muy vaga. El menso de Gabo se estampó contra el respaldo de mi asiento porque el muy buey no se puso el cinturón, quesque porque está en su derecho; el perro estudió leyes pero trabaja de Uber, y aprovecha que no está ése pinche sonidito de que no lo tiene puesto, o como él le dice, la suegra.


Nos bajamos los cuatro hechos la madre, asustados como la chingada y lo rodeamos al canijo: era un puto duende. No le pinches miento que hasta barba blanca tenía el hijo de su puta madre, cabrón. Pantaloncitos rojos y suéter azul, como de esos del jardín de la doña de la telenovela esa que le gusta a mi mamá.


Rosita estaba que se cagaba, y lo único en lo que yo pensaba es que en dónde fregados estaba su gorrito puntiagudo. Fuera a ver usted, pues, de dónde carajos salió un duende en plena carretera, y no lo podíamos dejar ahí; era lo que el destino nos tenía esperando, como si Dios mismo quisiera que nos lo encontráramos.


Le hacíamos preguntas al canijo, esperando una respuesta suya. Y el cuate no nos respondía, sólo se nos quedaba viendo y sonreía de oreja a oreja, con sus cachetitos rojitos bajo sus ojos azulados. Rosita no paraba de decir “No mames, no mames”, y Mamario no dejaba de quitarle los ojos de encima. Gabo y yo creo que éramos los más cuerdos por no estar hasta la madre de borrachos, así que acordamos que no era una buena idea dejarlo ahí, a mitad de la nada. Capaz de que se enojaba y decidía matar a alguien, porque hacía un calor de la fregada. Y, ¿qué tal si alguien pedía recompensa y nos daban oro? No, carnal. Lo que más deseaban cuatro canijos era una colección de monedas, cabrón. O si nos daba de sus hongos y nos pegábamos un viajesote de esos que tocas las nubes, ¡hasta podríamos ver a Dios! Y Dios nos podría ver, pero ya me estoy alejando del tema, porque todo mundo sabe que si se encuentra un duende en la carretera es porque el pinche duende fue muy cabrón y lo corrieron de su rancho.


Lo trepamos a la troca y lo pusimos entre Gabo y Rosita, mientras que yo les rogaba que le pusieran cinturón. Mamario sacó una bolsa de papas y algo de refresco y se los dio como ofrenda y así evitar que de un toque nos sacara el esqueleto. Usted comprenderá, señor, ¿cómo vamos a fumar sin calaca? No, pos sí.


Y no me la va a creer, don, pero al pendejo de Gabo se le ocurrió sacarle plática al duende, y el cabrón le respondió, no olvidaré sus palabras:


―Vosotros habéis elaborado una faena de suma trascendencia al haberme auxiliado en estado de contingencia. Por ende, os concederé la respuesta de cualquier incógnita que se me digáis a cada uno de vosotros.


Y nos cagamos, claro. Gabo nos silenció a todos e hizo ademanes de ser el digno de preguntar primero.


―¿Qué hay más allá de la muerte?


―Ah, ¿vos le tenéis miedo? Tras andar por toda una vida llena de inmoralidades y falacias, calumniando a diestra y siniestra, te veréis arrinconado en una de las esquinas de vuestro cuarto, encontrándote transpirando sangre, lampiño y ajado por los tropiezos de vuestras andadas. Y una vez que vuestra postrera espiración brote de los pulmones, os veréis cubierto de una noche lóbrega que se clavará por cada uno de vuestros vértices, ya que tras tapiar los ojos, no volveréis a apreciar lo cálido de la luz.


―No le preguntes pendejadas, Gabo ―interrumpió Mamario arrastrando la lengua―. Si ni le vas a entender, eres un burro.


Ya íbamos subiendo por la sierra hacia la cabaña cuando Mamario hizo la segunda pregunta.


―¿Dios existe?


―No mames, pinche Mamario ―le dije―, pudiendo preguntar cualquier cosa y dices eso.


―¡Ah! Vaya que os habéis esforzado, tíos. Ésa incógnita tienes deslices prolijos. Así como el zambombazo parió al universo, algo debió haber parido al ser humano errante que sois vosotros. Ah, sí. La historia ha plasmado cientos de vademécums en miles de argots, y cada uno de ellos, sin un dictamen sólido y definitivo de lo que es o no es su creador. Pero he visto el aleph y lo que contiene, puesto que las palabras recónditas de Borges acertaban con la vista a lo oculto, antes y después incluso de que el tiempo fuera hacia avante, ya que como vosotros sabéis el ciclo temporal no puede ir a la zaga, es que sin duda algo, que habita a su faz, anverso a sus ojos que me atisban de forma tan turbada. La deidad suprema es inverosímil, en una yuxtaposición de gemidos que hacen un lábaro en los asientos de este vagón andante, colocándome como el foco de la interrogante y hace que vuestra incógnita escaseé de una réplica sin obviedades, ¡porque aquende me tenéis!


¿Qué? ¿Qué cómo me acuerdo de sus palabras? Nombre, si tengo tatuada cada sílaba que pronunció ante mis ojos, algo así como “tatuajes de tus versos tengo en todo mi cuero”, ándele. Deje le sigo, don.


Cuando llegamos a la cabaña, perdida entre los pinos de la sierra y con un aroma a bosque que nos penetraba pero si bien duro por las narices, saqué los primeros porros de la noche y me puse a forjarlos junto al duende, mientras que nos sentábamos en unas piedras en el patio de atrás y los demás prendían la fogata y sacaban unas salchichas para azar. Ahí, estando él y yo, le hice mi pregunta.


Cabe destacar, don, que yo estoy enamorado de Rosita. Sí, la mera verdad es que lo estoy: desde aquella vez que tomamos ácido en la playa escuchando Pink Floyd, como todo aquél que se droga.


―Bueno, duende. Si lo sabes todo ―le dije, mientras habría una lata de cerveza, él tomaba agua― dime esto: ¿le gusto a Rosa?


―¡Ah, cojones! El perenne enigma del amor entre dos semejantes de la misma ralea. ¿Vos estáis prendado hacia aquella fémina? Joder. Estáis inserto en una maraña de bochinches, querido. Aquélla es una moza de acrecentada sapiencia, puesto que lee cuantiosas sumas de vademécums, se le otea. Y, ¿vos? No sois más que un ayuno, un ignaro so su umbría. Sin embargo ella se cautiva con vuestra traza. Sabe que no sois el erudito más ingente ni el hidalgo de más beldad, pero le cautiváis. No obstante, ella nunca será vuestra pareja. Se escudará en su desestimado pundonor, que nace de una postración manifestada desde hace unos años. Y eso la asolará en una melancólica incomunicación de la afición yunta. Prescindid de esa idea de asirla, ya que primero ella tendrá que reverenciarse a sí misma antes de sincerarse a vos, lo que puede emplear más de una existencia.


Nos tronamos unos gallos en la fogata, cagándonos de risa de nosotros mismos, mientras que el duende nos miraba a cada uno con una sonrisa, sin decir ni pío. Lo único a lo que se limitaba era a mancharse la puntita de sus pequeños y blancos dedos con lo naranja de las papas, dándole cortos sorbo a su agüita.


Entramos a la casa, más drogados y ebrios de como llegamos, y sabíamos que no era bueno dejar al duende dormir en cualquier lugar, así que le acomodamos una cama en el clóset del cuarto principal: le pusimos una almohada y unas cobijitas bien buenas, junto con unas papitas que sobraron y un plato con agua. Gabo y Mamario se encontraban encaminados en su sueño, y yo ya estaba cerrando los ojos, cuando vi que Rosita se acercó al clóset y en una voz tan baja que sólo pude escuchar yo, le hizo su pregunta al duende:


―Perdón que te moleste, duendecito. Pero no puedo desaprovechar esta oportunidad de hacerte mi pregunta. Mira, mi mamá tiene cáncer, nadie de mis amigos lo sabe. Y con eso que dices de la muerte, me asusta mucho. ¿Saldrá adelante?


―Ah, querida. No hay nada tan patente como el que todos en la vida diñaremos, unos de formas más lacerantes que otras, como la neoplasia maligna. Vuestra madre lleva toda su vida cargándola, en confidencia. Lo desgarrador es que ya está en la puerta de vuestro lar. Respirará junto a vos muchos años más, querida. Pero sábete que vos cargáis con el mismo achaque; está acrecentando en vuestro busto. ¡Cercénalo! Antes de que llegue la última hora, estáis a buen momento.


Rosita se limpió las lágrimas y regresó a la cama, arrastrando los pies y moqueando: no paró de llorar hasta que cayó dormida.


Y viera usted, don. Con las horas se me quitó el sueño, la peda y lo pacheco, hasta el mero amanecer. Entonces me dije: “No mames, el duende”. Y de un trancazo me levante y me acerqué a la pinche puerta, pero me faltaron huevos para abrirla. Estaba totalmente sobrio, sin pedos. Pero, ¿qué habíamos traído de la carretera? Desperté a todos, a Gabo, Rosa y Mamario. Sonreían, diciendo “Qué buenas drogas, cabrón”, y no fue hasta unos minutos que agarraron la onda y dijeron lo mismo que yo: “No mames, el duende”.


Rodeamos la puerta del clóset, cada uno diciendo “zafo” para evitar abrirla. ¿Qué podía ser? ¿Un anciano? ¿Un perro? Carajo, nunca había tenido tanto miedo en mi vida. Y qué tal si estaba muerto, don. Todas esas preguntas nos hacíamos, y pasaban las horas. Hasta que Gabo, como siempre el más macho, puso la mano en la manija y todos en friega nos hicimos hacia atrás bien escamados.


De putazo la abrió, y lo que había detrás nos tenía… ¿cómo se dice? ¿Anonadados? ¿Apendejados? Eso, pues. Estaba abierta y era un pinche morrito de no más de cinco años, sentadito en la almohada comiendo papas, bien prietito el canijo. No sé los demás, pero yo me sentía paleteado hasta le fregada, y no podía apartarle la mirada. Hacía unas horas esa chingaderita nos estaba hablando de la vida y la muerte, con piel blanca, ojos azules y una barba que le llegaba hasta el ombligo. Y, ¿ahora? Ahora lo que teníamos de frente era un niño con la camisa llena de frituras, cabrón. Sí, señor. Así merito como se lo digo estaba el muy canijo, con sus ojitos negros viéndonos sin un pelo de miedo.


Claro que cerramos la puerta de trancazo. Los primeros minutos nos quedamos callados, todos confundidos. Luego Rosita empezó a reírse, así como si no hubiera llorado la noche anterior, luego Gabo, Mamario y al final yo. No podíamos hacer más que reírnos, ¿no?


Y quién sabe. Tal vez lo que pasó es que el morrito se escapó de algún lugar en donde lo lastimaban al cabrón. No sabemos, tal vez en trabajos forzados o alguna chingadera así. Por eso venimos ante usted, don, sabiendo que no es mala gente y que nos hará el paro de llevarlo a la policía. O mínimo cuidarlo en su rancho de aquí al lunes, que nosotros ya nos vamos para Guadalajara. No, señor. Yo en mi vida vuelvo a meterme algo, desde esa noche aprendí que Dios camina entre nosotros y es de metro y veinte de estatura. Usted sabrá qué decirle a los cuicos, pero confío que con estos dos mil pesos que juntamos entre todos ajuste para su cuidado de aquí al lunes.


Ay la Bimbo, dijo Wonder.




 
 
 

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