El zatrieb
- Juan Carlos Orozco
- 5 jul 2017
- 8 Min. de lectura
―Amigo, písale hasta el fondo, que voy tarde ―le digo al chófer en un inglés torcido mientras me subo a la parte de atrás del auto. No sé si me entiende.
“¿Ya vienes para acá?”, es el mensaje que veo en la pantalla de mi celular. Ella lleva esperándome horas en el aeropuerto de la Ciudad de México, olvidé decirle que de improvisto me atrasaron el vuelo por cuestiones internas.
Aún sigo ebrio de la noche anterior, estos asiáticos no se cansan de tomar. Treviño me convenció de ir ayer en la noche a una cantina local. Estuvimos hablando por horas acerca de los temas más ridículos, mientras dábamos ásperos tragos de zatrieb, el licor de la región: un destilado del fruto de Rambután que se prepara en alcohol etílico y es rebajado en cerveza; nos terminamos la botella y hasta pedimos una segunda. El maldito zatrieb es el demonio del sureste asiático encarnado en líquido. Como mi vuelo se haría hasta las seis de la tarde en vez de a las doce del día, se nos hizo fácil y nos la curaríamos en la mañana y así tener la tarde para ir al aeropuerto sin problemas. Yo tomaría el vuelo 252 y Treviño el 253, ya que el transporte aéreo está limitado a pequeñas avionetas en las que caben catorce personas.
Llegamos al bar en nuestros trajes de la embajada y cubiertos con nuestras gabardinas a eso de las siete de la noche, en nuestro último turno antes de desalojar el edificio diplomático. Habíamos pasado toda la mañana y tarde triturando los oficios, y la familia del embajador y el resto de los trabajadores habían salido ya del país, pero Treviño y yo decidimos que teníamos que pasar primero por la cantina más fea de la capital del país, a pesar de que el Señor Embajador nos advirtió que era peligroso por los problemas internos y la latente amenaza de golpe de estado. “Esto siempre pasa en la zona del continente”, decía Treviño, recién agregado al servicio exterior, “Puras amenazas de este y aquel general, puro cuento. No se atreven por miedo a lo que diga la comunidad internacional, tú tranquilo, Carlos. Vamos por unos famosos zatriebs antes de partir. Dicen que te desmayas y que ves el futuro justo en el momento antes de despertarte y vomitar”.
La cantina estaba para morirse de miedo. Las sillas tenían tres patas y las mesas estaban pegadas a la pared, todas de madera y con moho en la parte de abajo. A las siete y media Treviño pidió la primera botella de zatrieb, y su amargo sabor hizo que estuviera a punto de vomitar sobre la apestosa mesa. Pero al terminar el primer caballito, nos sentíamos en las nubes. Y de una botella pasamos a otra, sin percibir el andar del tiempo y sus pésimas consecuencias. No supe a qué hora nos quedamos dormidos de lo borrachos que nos pusimos, pero lo que me despertó fue un cubetazo de agua del dueño del bar. Eran las cinco de la tarde del día siguiente, y Treviño ya no estaba ahí.
Me sorprendió cuando me metí la mano al bolsillo y encontré todas mis pertenencias, y como todavía no se me pasaba lo ebrio, la resaca no me había golpeado.
Intenté dialogar con el dueño del bar, pero como todos en ese país tan jodido en el que estoy, no sabía hablar inglés. Pero con dinero baila el perro, así que al momento en que saqué uno de mis billetes de un dólar que siempre cargo en mi cartera para la buena suerte, el hombre milagrosamente me entendió y se emocionó: su país es tan pobre que con eso pueden pagar la renta de un mes. Le hice ademanes de que tenía que ir al aeropuerto, y en su dialecto incivilizado le gritó a uno de los meseros, que a su vez sacó su celular y le gritó a otra persona, y en menos de cinco minutos ya había un auto afuera del bar con alguien gritándome. Le agradecí al señor y de inmediato partí, dándome cuenta que había dejado mi maleta en la habitación de Treviño, ya que nuestra intención era irnos juntos. “Estará bien, él sabe hablar los ladridos que aquí se lanzan”, es lo que ahora pienso, mientras veo cómo pasan los minutos y apenas estamos llegando.
Me salgo del auto y le doy un dólar al chófer, ahora sólo me quedan tres. El aeropuerto sigue igual de jodido que hace un año, como cuando llegué de agregado a la embajada. Su pista es de tierra y tiene un puñado de avionetas que nos llevan directamente a China, el destino de todos los países orientales. En mis bolsillos tanteo que tenga todos mis papeles importantes, y sólo me basta mostrar mi pasaporte con sello de funcionario diplomático y me dejarán pasar. Y aun así estoy muerto de miedo, siento el bombeo de mi sangre por mis venas y el sudor caliente bañando mi rostro.
“???”, vuelve a mandar otro mensaje y sigo sin responderle; tengo miedo.
La gente se ve asustada en el aeropuerto. Como es muy caro subirse a una avioneta, sólo están las familias relativamente pudientes de la ciudad, con sus maletas americanas y su moda occidental. Ah, pero eso sí. Nadie sabe hablar inglés, ni siquiera los funcionarios del aeropuerto.
Camino unos pasos para ver las avionetas, y me percato que no hay ninguna, así como los pilotos. El miedo se trepa por mi cuerpo y araña mi carne, con un hilo soporto las ganas de llorar y me mantengo firme. Intento pensar en soluciones lo más rápido que puedo, y ya faltan diez minutos para las seis. Recuerdo que tengo una aplicación para traducir del dialecto local al español, es lo que me puede servir para entablar una conversación con los funcionarios. Me le acerco a uno de ellos y le escribo: “¿Qué les pasó a las avionetas?”, él me responde que es cuestión de esperar a que regresen de China, que sería en unas horas, que todo el mundo quiere salir de este país lo más pronto posible, que el golpe de estado ha comenzado.
No me queda otra opción más que permanecer en una de las sillas de plástico de la sala de espera y rogar a que los militares no tomen el aeropuerto. Permanezco en silencio, con miles de pensamientos.
Extraño mi libro, lo dejé en mi maleta. Qué le habrá pasado a Treviño, ¿estará vivo? Podría estar escuchando música en este momento. No he escuchado el nuevo disco de Dulce Pontes. Creo que la selección mexicana debería tener mejores jugadores, aunque por otro lado ni me gusta el fútbol. Mi novia me va a matar cuando regrese, si es que regreso. Dónde estará Treviño. Hubiera comprado otra botella de zatrieb. La extraño. Ojalá este país se pudra con toda su gente. Cómo es que nadie habla inglés en el siglo XXI. Hubiera comprado otra botella de zatrieb. ¿Por qué todos los vuelos llegan a China? ¿Por qué decían que todos los caminos llegan a Roma? Ojalá Treviño haya salido con vida de este lugar. Tal vez llegó al aeropuerto antes. Hubiera comprado otra botella de zatrieb. Debo de leer más a Ibargüengoitia. Si regreso, haré una peregrinación en honor a Juan Rulfo. ¿Existe Comala? Tengo que ir a Comala. Ojalá tuviera mi libro de Juan José Arreola conmigo. Ni está tan bueno ese libro. Ando borracho todavía. Debí haberme traído una botella de zatrieb.
Son las ocho de la noche. Mi celular vuelve a vibrar y miro la pantalla, es un mensaje de mi novia: “Aquí está Treviño, dice que te quedaste en el bar”. Maldito traidor, ¡se fue sin mí! Es un cabrón, me dejó muerto en la cantina y ahora está con mi novia, “Dice que estás con otra mujer. De verdad, Carlos, ya ni me busques. Un año esperando a verte y tu mejor amigo me viene con esa noticia. No te molestes en hablarme”, me bloquea. La muy cabrona me bloquea, y me queda 4% de batería. Puedo gastármelo todo intentando llamarla, pero prefiero ahorrarla, ya llegaré a México y podré zumbarle la madre al estúpido de Treviño. Una voz suena en el altavoz, uso la aplicación para traducir lo que dicen, “Pasajeros de los vuelos 251, 253 y 254, favor de pasar al hangar de aterrizaje”. Mi vuelo era el 252, ¿dónde está mi avioneta?
Corro ante el mismo funcionario, queda 3% de batería. Escribo lo mejor que puedo para cuestionarle sobre el vuelo 252, y él me responde que ha sido derribado por los militares, y que el vuelo 254 tiene varios orificios de bala, que no todos los pasajeros van a poder subir al avión, que me puede ayudar si tengo la moneda. Queda 2% de batería, le explico que soy funcionario de la embajada mexicana y le enseño mi pasaporte. Me dice que ya no hay inmunidad diplomática, que ya no hay estado de derecho, que la guerra ha llegado. Mi celular se apaga. Hurgo en mi bolsillo, le doy un dólar. Me niega con la cabeza. Saco otro dólar, sigue caminando y lo persigo. Le ofrezco mi celular, se detiene. Lo toma con una mano y con la otra estira la palma pidiéndome los dólares. Se los doy y sonríe. Mete su mano al bolsillo y saca un papel con algo escrito a mano y una firma. Me vuelve a sonreír y se va.
¿Qué carajos sigue? Las avionetas van aterrizando y la gente se conglomera en la entrada, incluso los del vuelo 252, de la derribada. Los militares ya vienen para acá, armados hasta su madre, y la gente tiene miedo. Si no fuera porque los guardias tienen pistolas, ya sería un motín por la supervivencia. Las avionetas están llenando combustible. Uno de los guardias desenfunda su arma y la apunta a la gente, los demás trabajadores del aeropuerto se colocan junto a él y se van subiendo a la avioneta 251; uno de los integrantes de una familia hace ademanes de protesta y el guardia le dispara a quemarropa, el pánico cunde. Le grito al funcionario que soborné y me dedica una sonrisa burlesca de “Te tocó bailar con la más fea”. Lloro del coraje, ahora es una carrera de supervivencia. Las avionetas 253 y 254 encienden sus motores y avanzan lentamente, planean irse sin nosotros. Como pocos se han percatado de lo que sucede, corro rápidamente a una de ellas y me topo con un hombre con pistola apuntándome, le enseño mi último dólar y con una enorme sonrisa me deja subir, pocas personas también alcanzaron a hacerlo entregando sus pertenencias más preciadas al sujeto. Veo como poco a poco vamos despegando de la pista, mientras que algunas personas corren detrás de nosotros entre lágrimas y locura, y tras ellos los militares llegan en sus camionetas disparando sin piedad.
Ya estamos lo suficientemente lejos de ellos, volando hacia lo seguro de China, tardaremos una hora en llegar. Tengo que ir al consulado o embajada mexicana lo más pronto posible una vez en el país, ya que me he quedado sin dinero ni celular. Alzo la vista al asiento de enfrente y veo pintado el número de serie, A-254. La avioneta comienza a temblar, el piloto habla pero no entiendo lo que dice, todos aúllan aterrados y empezamos a perder altura y veo cómo vamos en picada hacia el suelo, a la muerte segura.
Abro los ojos y vomito durante largos minutos. El dueño del bar me grita en su dialecto. Mi vómito huele a zatrieb. Treviño está desmayado frente a mí con su boleto en la mano, del vuelo 253. Me levanto con un enorme dolor de cabeza y tomo mi celular, son las cuatro en punto de la mañana y tengo 30% de batería. Lo primero que hago es mandarle un mensaje a mi novia, “Amor, llegaré antes al aeropuerto” y permanezco sentado unos momentos frente a Treviño. La saliva le brota de su boca y humedece la mesa, mientras que sus ronquidos lo hacen ver como un niño. Me acerco a un costado suyo y de su bolsillo tomo la llave del hotel. De mi cartera saco mi pase de abordar de la avioneta 252 y se lo cambio por el suyo. “Eres un cabrón, Treviño”, le digo, “Ahora me toca decidir tu futuro”, le doy al cantinero un dólar con las instrucciones de que despierte a mi amigo a las cinco de la tarde con un cubetazo de agua. Parto de ahí en un auto con dirección al hotel para tomar mi maleta e irme de este maldito lugar, aferrado a una botella de zatrieb escondida en mi gabardina.
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