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La mudanza de Don Juan

  • Foto del escritor: Juan Carlos Orozco
    Juan Carlos Orozco
  • 10 jul 2017
  • 6 Min. de lectura

Había sido un viaje agotador de más de seis horas por todo lo amplio de la costa del Pacífico, desde Guadalajara hasta Mazatlán sin detenernos para ir al baño ni comprar chocolates. Mi mamá había preparado sándwiches la noche anterior, con la mayonesa casera que hacía mi papá, que hasta el día de hoy, sigo sin probar una igual de buena, cuya receta lamentablemente se llevó a la tumba y mis dos hermanas ni yo apuntamos.


Dejamos atrás una ciudad inundada por los tiempos de lluvias para llegar a un puerto en donde el calor era inhumano, comparecí por primera vez a las pobres hormigas que eran apuntadas con los rayos de la lupa por los niños ociosos de mi escuela.


La camioneta de mi madre ya comenzaba a molestar nuestras posaderas que se entumían con el andar de ésta, apoyándonos en una nalga y luego en otra, dependiendo de cómo estuvieran las curvas. Pasamos por el paisaje árido de Jalisco para llegar a las junglas de la Sinaloa costera, en donde nos esperaba mi pobre abuelo octogenario, Don Juan, sentadito en su silla con runas masónicas fumándose sus Delicados ovalados que se consumía entre sus prietos dedos y la mirada rugosa en el vacío, bajo su sombrero de paja y con chamarra en un clima que se acercaba a los cuarenta grados centígrados. Nos estacionamos frente al pórtico y de un grito armonioso nos saludó desde la banca, sonriendo de tal manera que las arrugas de su rostro se convertían en un laberinto sin salida y de miles de caminos, sin atajo para librarse de los años que prendían de sus rasgos.


Cada uno de nosotros nos bajamos con mucha dificultad de los asientos, entumidos y arrastrando las piernas caminamos hasta su encuentro, sintiendo su abrazo afectuoso y sus besos rasposos por el vello facial que apenas le brotaba tras haberse rasurado hacía unos días.


Los pericos de su patio comenzaron a cantar en algo que no sabría decir si era miedo o júbilo, y la gata que antes descansaba a lado de sus piernas huyó despavorida ante la presencia extraña que ahora habitaba en la desolada casa, la cual estaba tapizada por una extensa capa de polvo que cubría cada esquina, con cachoras en las paredes y restos de cascarones de sus huevos en el ángulo de las paredes y el suelo.


Lo primero que hizo mi papá fue llevarme a la cocina y juntos abrimos un par de cervezas Pacífico (y nada más), mientras que mis hermanas se derrumbaban en los sillones y mi madre platicaba con Don Juan, que sólo le decía “Sí, mijita, sí” a lo que sea que ella le dijera. La televisión no servía, tampoco el reloj con péndulo de la sala y el piano se encontraba desafinado. Sólo había periódicos viejos y montones de libros, y yo en aquel entones todavía no desarrollaba el hábito de la lectura. Cuando mi mamá y Don Juan entraron ya a la casa, él me indicó con un manotazo al aire que lo siguiera a uno de los cuartos. “Pon el disco que quieras, Juan Charlis”, me dijo. Yo vi los viejos vinilos que tenía apilados en una esquina y busqué alguno de rock mientras que él prendía otro cigarrillo y me miraba desde lo alto de su hombro. Pasé por uno de Led Zeppelin, algunos de los Beatles y hasta uno de Miguel Bosé. “Esos no, son de tu tía. Toma los de hasta arriba”, y vi un viejo disco lleno de humedad con un nombre muy rimbombante que años después le tomé aprecio, era de Agustín Lara, y debajo de este había otro de Pedro Infante. “Una vez tu abuela y yo fuimos a clases de inglés”, dijo, “Y la maistra nos preguntó acerca de nuestro cantante favorito. Yo dije Agustín Lara, Pedro Infante, Jorge Negrete, Los Tres Ases, y vieras tú, nadie los conocía”, yo me quedé consternado, ¿cómo es que alguien no había escuchado ni siquiera a Pedro Infante? Sonaba ridículo, a pesar de que el resto de nombres me sonaban distantes en aquél entonces. ¿A dónde está el orgullo? ¿A dónde está el coraje?


Andaba el rumor entre mis hermanas y yo de que los cuartos de arriba estaban embrujados por una terrorífica sombra que se hospedaba una noche en cada cama, por lo que nos limitábamos a dormir en la amplia sala, sólo que primero teníamos que barrer antes de colocar los colchones y preparar las camas, al ritmo de las canciones que ponía mi abuelo, mientras fumaba en una esquina y yo me embriagaba lentamente con mi única chela; de alguna manera tendría que aprender a tomar. Y toda esa fatiga valía la pena ante la incertidumbre si algo nos jalaría de las patas o nos escondiera los calcetines en la maleta de alguien más. Así que abajo estaríamos en lo seguro, dándonos compañía.


Mis padres habían hablado de llevarse a Don Juan a vivir con nosotros a Guadalajara, pero él no se podía desprender de ninguna de sus pertenencias. Ponía peros a todo lo que le proponían: no podíamos llevarlo si no llevábamos sus cigarros, que no los podíamos llevar si no llevábamos su cenicero, que para llevarlo teníamos que traer su buró, que tenía que estar sobre la alfombra, y sobre la alfombra tenía que estar su librero, y en el librero tenían que estar sus libros y el polvo que había entre ellos, y para llevar el polvo había que llevar su cuarto, y así interminablemente hasta que abarcara toda la casa, incluyendo la cochera y el auto que no usaba, junto con las cachoras y los cascarones que había en los ángulos, y era capaz de llevarse la banqueta, si es que no fuera porque las autoridades prohibían apropiarse de los bienes del Estado. Y como no era costeable hacer varios viajes para llevarnos cuarto por cuarto, piso por piso, loseta por loseta, pared por pared, lo más fácil era llevarnos toda la casa.


A la mañana siguiente, mi papá ya tenía planeado meticulosamente cómo treparíamos la casa al techo de la camioneta de mi mamá, así no habría excusa por parte de Don Juan. Cada uno de nosotros nos colocamos en las esquinas de la casa y a las tres la alzamos, haciendo palanca con las piernas para elevarla sobre nuestras cabezas y fácilmente ponerla sobre la camioneta. Sugerí que lo más apropiado era cubrirla con una lona encima, para que no vayan a sospechar que estamos mudando una casa de un estado a otro. Hicieron falta metros y metros de cuerdas y lonas de diferentes colores y tamaños, incluso por necesidad colocamos sábanas y cobijas viejas que había en la casa, pero lo logramos sin problema alguno, gracias a los excelentes nudos que hizo mi papá: así no hacía falta sostenerla desde dentro para que no se destanteara, no queríamos que en una de las tantas curvas saliera volando. Si caía en una barranca nos tendríamos que conformar que sería el nuevo hogar de mi abuelo Don Juan, entre las piedras y matorrales, aunque eso le daría gusto a su gata, pericos y hasta a las cachoras.


Don Juan no podía hacer nada más que reírse de la situación. Se puso su sombrero y chamarra, sabiendo que el clima de Guadalajara amenazaba con enfriarle los pellejos. Encendió su Delicado ovalado, se juntó con nosotros, y alzamos el viaje de seis horas, tal vez siete, con la casa en el techo de la camioneta.


Una vez en la ciudad, la bajamos así como la subimos y la colocamos encima de la nuestra, gracias a un sistema de poleas que ahí mismo mi papá había planeado. Como el techo de nuestra casa no era plano, sino de dos aguas, cada vez que hacía viento se mecía de un lado hacia otro, con la incertidumbre si caería sobre los árboles que estaban detrás de ella. Lo cual no estaría mal para la gata, que así tendría una manera de bajar entre las ramas, pero sin duda a las cachoras, las que sobrevivieran con el cambio de clima tan radical, odiarían con todo el peso de su pequeña alma. Pero con los años no se cayó, y a pesar de que las cachoras tomaron sus maletas y regresaron a Mazatlán quejándose del pésimo clima tapatío, el fantasma de los cuartos de arriba se sintió cómodo con la mudanza.


 
 
 

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