El laberinto de la mucosidad
- Juan Carlos Orozco
- 23 jul 2017
- 6 Min. de lectura
“El moco jinete
se sale y se mete.”
―Javier Borja, creación poética de mi mejor amigo de tercero de primaria.
Sacarse los mocos en público es un acto que la mayoría de las personas con las que usted se encuentre verá con ojos de repulsión, si es que lo hace frente a ellos o tan siquiera saca a relucir el tema. Pero no es más que una actividad que ha sido menospreciada por las tales normas de conducta social, como las mismas expuestas por Charles Dominique en su altamente reconocida Guía de los usos y costumbres para ser una persona de bien entre los suyos y los demás, la que, si no ha leído, debe dejar de posar sus ojos sobre estas líneas y enfocarse en aprender su tesis de memoria; ya tendrá tiempo de lo que le tengo que decir. Pero yo creo que con los años, especialmente los más recientes, se ha estado menospreciando este ejercicio y se ha colocado a la altura y nivel de una injuria de índole sexual hacia la progenitora por parte de un individuo de nuestro desagrado. Por lo que le invito a que revise sus fosas nasales con grata alegría y sin pena, mandando a la tal por cual lo que diga el Monsieur Dominique, quien de seguro nunca tuvo inconvenientes con manchar sus bigotes de mucosidad nasal.
Imagínese usted que se encuentra en esta situación: está por tener una entrevista de trabajo en una empresa de su agrado, en la que se le ha prometido un excelente sueldo, muchos días de aguinaldo, casi un mes de vacaciones en su primer año y hasta bonos para gasolina ―que hoy en día hacen más ayuda que varias políticas de Estado. Camina rimbombante hasta su entrevistador, el cual lo mira con una sonrisa placentera de oreja a oreja. Usted está seguro que su currículum es genial de principio a fin, y da las respuestas correctas ante las inquietudes de su interlocutor. Cuando sale de la oficina, percibe unas ligeras ganas de ir al baño, así que se encamina a este. Tras realizar sus actividades fisiológicas, se dirige a lavarse las manos ―ya que es una persona que sigue al pie de la letra las normas estipuladas por el Monsieur Dominique― y al ver su reflejo en el espejo, nota un destello verdoso proveniente de su fosa nasal izquierda: un moco cuelga indecentemente de ella. Entra en pánico, por supuesto. Empieza a preguntarse un sinfín de cosas, en las que destaca la incógnita de cuánto tiempo lleva eso ahí. Se cuestiona acerca si esa era la razón de la sonrisa tan amplia de su interlocutor o si el hecho de aquél visitante tendrá alguna repercusión en la posible contratación. Se calma, y se recuerda a sí mismo que tiene las capacidades para el puesto y las aptitudes para desempeñarlo, así como su gran galantería que lo distinguen como un buen orador. Regresa a su casa, y tras unos días, recibe una llamada por parte del entrevistador: no le han dado el puesto. Y no tiene que decirlo, es por el moco.
Lamentablemente la Carta Internacional de Derechos Humanos, los tratados internacionales ni la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos establecen como causal de discriminación laboral el tener un moco a la vista, por lo que no le queda otra opción más que lamentarse. Pero, ¡no debe de alarmarse! Ya sabe lo que tiene que hacer para la siguiente entrevista: hurgar su nariz descaradamente antes de entrar a cualquier lugar.
Esta práctica la aprendí cuando era niño. No pasaba de los siete años, en los que era un joven rebelde con tendencias artísticas; hoy en día dirían que era un exponente de arte moderno. Tenía el hábito totalmente contradictorio a la tesis de Charles Dominique que consistía en hurgarme la nariz, pero a diferencia de cualquier dama o caballero, no los ponía en una servilleta, sino que los embarraba en la pared. Ninguna en especial, claro. A veces era la de la sala o la pared de mi cuarto. Y cuando me sentía enormemente magnánimo, lo colocaba con extrema delicadeza en el de mis hermanas, para que así también apreciaran mi arte. Mi madre, siguiendo la Guía de usos y costumbres para ser una persona de bien entre los suyos y los demás, decidió inclinarse por una técnica de enseñanza a los hijos del mismo libro: la humillación ante terceros. Tomó mi arte con sus garras y se rio de ella, contándosela a cualquiera que visitara nuestra morada. Yo al principio me sentía adulado y engrandecido, pero al ver el estallar de las risas de mis progenitores y sus amigos, me di cuenta de que no se alegraban por mi talento, sino que se reían de mí. Así fue como dejé de hurgarme la nariz, pensando que yo era el del problema y no la sociedad; no volví a ejercer el acto de sacarme los mocos.
No fue hasta más de una década después en donde tuve un episodio sumamente vergonzoso. Eran mediados de invierno y trabajaba en un despacho de abogados como asistente jurídico, o como se les dice en la materia, pasante. Recuerdo que una tormentosa gripa me había golpeado en ese enero, por lo que estaba en un constante moqueo y su respectivo aspirar. Como todo recién empleado universitario, tenía que tramitar mi primera tarjeta de débito. Y como todo recién empleado, ignoraba que los bancos se llenan a explotar todos los días quince y treinta de cada mes. Pero yo era muy tonto y muy valiente, así que pedí permiso a mi jefe y fui al banco en esas precisas fechas. Cabe destacar que era ―y soy― muy despistado, así que no llevé papel suficiente para sonarme. Llegué al banco con apenas fuerzas para salir del auto y caminar hasta la entrada. Hice fila, como todos los demás empelados, y esperé mi turno. Duré una hora en todo el proceso, sintiendo cómo más y más me acercaba al filo de la muerte. Y he de confesar que sentía cierta humedad proviniendo de mis fosas nasales, pero no les di importancia. De la misma forma sentía la intrépida mirada de muchas personas en el banco, incluso llegué a pensar que gustaban de mí. Cuando volví a mi auto, acomodé el retrovisor y vi mi expresión totalmente acabada. Pero lo peor que noté en mí, fue un moco de proporciones gigantescas abarcando toda la amplitud de mi bigote en un verde claro. Por la enfermedad no cundí en pánico, pero días más tarde, cuando ya me encontraba en condiciones de razonar correctamente, caí en cuenta de mi fracaso: el no haberme visto en el espejo y haberme hurgado la nariz antes de salir del auto.
Desde ese entonces, no salgo a cualquier espacio antes de hurgarme la nariz. No necesariamente introducir mi dedo índice hasta el fondo de mi cavidad, pero sí tantear en búsqueda de exterminar cualquier inquilino no deseado. Y no crean que lo hago por mis frustradas pasiones artísticas, sino porque sin duda sería una peor falta de respeto presumir los mocos ante terceros que el que nos vieran hurgando la nariz. Por esta razón, lo invito a usted a no llevar la Guía de los usos y costumbres para ser una persona de bien entre los suyos y los demás de Charles Dominique como una biblia, sino como una guía de consejos, no necesariamente obligatorios, para comportarnos ante el resto. Y probablemente me mire con cierto disgusto y puede ser que con una pisca de asco. Pero lo único que usted se está provocando, es engañarse a sí mismo. Piense usted en la última vez que se hurgó la nariz, o peor, que se dio cuenta que traía un moco colgando. Estoy seguro, y soy capaz de meter las manos al fuego, que exploró su cavidad nasal en las últimas treinta y seis horas, o probablemente antes y durante del posar de sus ojos en estas líneas.
Ahora, tome su mano derecha, alce su dedo índice, y discretamente ―porque tampoco hay que presumir― meta su dedo en éstas. O si se encuentra rodeado, haga lo que yo: doble su dedo índice, de manera que las dos terceras partes superiores de éste estén plegadas sobre la primera, que se encuentra erecta, y con ayuda de su pulgar apriete su nariz, aplastando sus fosas. Dé un pequeño tirón y bájela a donde nadie pueda verle. Si siente que hay algo, agradézcamelo. Si no, no faltará mucho para que lo haga. Los mocos siempre estarán ahí, esperando a que se despiste y le amarguen el día.
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