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En la siesta eterna

  • Foto del escritor: Juan Carlos Orozco
    Juan Carlos Orozco
  • 31 jul 2017
  • 6 Min. de lectura

La Chiesa del Gesù era la quinta iglesia de la mañana, y yo ya estaba cansado de ver los techos pintados de las iglesias romanas con su genérico olor a vela y sus letreros que urgían a que las mujeres se cubrieran sus carnes en un tono algo machista ―porque los hombres podíamos entrar en shorts. Mi familia se había quedado apreciando el “arte más económico que encontraríamos en la ciudad”, y yo la verdad estaba muriéndome por una birra Peroni que saciara la sed que provocaba el caluroso verano del Mediterráneo y causara que mis ideas divagaran de un lado a otro, dándole paso a la embriaguez de la tarde.


Salí irritado por el constante entrar de los turistas alemanes y chinos que deambulaban por los alrededores y caminé un poco por la Piazza del Gesù, en donde la marea de personas se estrellaba en una tormenta de selfies y gorras de los Yankees contra la superficie de estilo barroco y de origen jesuita. La inmundicia se propagaba entre la gente, y uno que otro despistado caía en la maliciosa trampa provista por un romano, quien alzaba una canasta y pedía cooperación de un euro para entrar a la iglesia ―la que realmente era de ingreso gratuito. Me gustaría decir que nadie caía en su jugarreta, pero los tontos son tan presentes y comunes como los mocos.


La única forma de conocer a la ciudad es caminando, así que eso hice. “Sólo una vuelta a la cuadra, necesito despejarme”, me dije dando pasos hacia lo desconocido. No sabía en ese entonces ―ni sé ahora― alguna palabra en italiano, además de las que la trilogía de El Padrino y una que otra referencia de Los Simpson pudieron enseñarme. Las posibilidades del fracaso eran inminentes, pero yo sólo quería dejar de ver el mismo sujeto crucificado en las paredes de todas las casas religiosas.


En ese entonces no sabía el nombre de las calles, pero con los años supe por dónde había puesto mis zapatos desgastados que todavía tengo. Tomé la calle frente a mí, via d’Aracoeli, y la recorrí a su lado izquierdo. No tardé mucho hasta toparme con un bar karaoke, Escopazzo ―cerrado en aquella mañana, por supuesto. Si los romanos quisieran erradicar los bares y antros en su ciudad, sólo tendrían que prohibir que haya uno en un radio de dos kilómetros de cualquier iglesia; se quedarían sin ninguno. No fue hasta dos años después que tuve mi primera visita a un karaoke en México, en el que me animé con tequila y cerveza para cantar frente a un grupo de desconocidos canciones de José José y alguna que otra de Calle 13 ―también quería cantar Bésame Mucho de Consuelito Velázquez, pero nunca la pusieron; no los culpo―. Al final mis amigos me celebraron y pedimos más tequila.


Sobre las escaleras había un hombre ebrio hasta el punto de encontrarse dormido: era un pobre anciano que apenas si podía roncar con tanto alcohol encima. Un sesgo de empatía acarició mis mejillas y me hizo compadecerme de ese sujeto, ya que a fin de en cuentas, yo estaba buscando una cerveza qué tomar.


Sin ánimos de molestarle, me acerqué hasta su rostro y percibí cierta peste etílica que brotaba de su ropa y aliento. Sus pantalones contaban con una enorme mancha, la que hasta la fecha sigo asegurando que eran meados. Al sentir mi presencia, se levantó de un salto y se sacudió las morusas de pan que había en su camisa gris de manga larga. Se acomodó el cinturón y se estiró los calcetines hasta las rodillas, adquiriendo la postura de un flamenco, danzando sobre cada una de sus piernas sin perder el equilibrio que, de lo contrario, lo llevaría a una caída de la que dudo que se hubiera podido levantar. Terminado su ritual, se acarició los amplios bigotes y la tupida barba oscura y me miró abriendo sus azules ojos con una expresión de confusión. Después de unos segundos, caminó por toda la via d’Aracoeli. No pude evitar la sensación magnética de seguirlo en su encrucijada, así que pisé en los mismos lugares que sus pies lo hacían por toda la calle, hasta que la via di S. Marco nos detuvo. El hombre parecía serles invisible a los demás transeúntes, quienes por alguna razón no percibían la pestilencia que emanaba. Tomamos el camino a mano izquierda de nuevo, hasta toparnos con la Plaza D’Aracoeli, surcando la via di S. Venanzio. Caminamos al ras de la vereda, la cual separaba el cemento de los jardines con una pequeña barda de no más alta que de treinta centímetros, la misma que hizo tropezar al hombre en el primer descuido que tuvo. Corrí hacia él y le ayudé a que se levantara. Ahora me miraba, con una sonrisa, y notaba como poco a poco sus labios se arqueaban en su rostro. Tomó mi mano, de la misma forma que un niño lo haría, y se echó a correr; me sentía apegado hacia la viscosidad de ésta, enganchado como garra a su carne, que me apretaba con una ingenuidad envidiable.


Atravesamos la plaza hasta tener frente a nosotros el titán de mármol blanco edificado en honor al primer rey de la Italia unificada, Víctor Manuel II. El sujeto se detuvo, observando su centro, y caminó hasta la Piazza Venezia. De su camisa sacó una pequeña cantimplora, y dándole unas palmadas al pasto, me invitó a sentarme junto a él. Me explicó, en un italiano sumamente claro, acerca de las canteras de Botticinio y de las columnas corinitas, de las fuentes y esculturas de los personajes importantes, tales como el mismo Víctor y la diosa Victoria. El sujeto empezó a contar cada metro que tenía el monumento, “uno, due, tre, quattro… ventisette, ventotto, ventinove… cinquantaquattro, cinquantacinque, cinquantasei…” hasta finalmente llegar al número ciento treinta y cinco, los metros de su anchura. Me habló de la zuppa inglese con harto desprecio hacia el monumento, denotando su similitud a un pastel de bodas. Terminó por escupir al aire, cuyo gargajo cayó en la punta de mi zapato. Ambos reímos y le dimos más tragos a la cantimplora, cuyo licor tenía un sabor parecido al zatrieb.


Las nubes comenzaron a oscurecer el cielo, y ya ebrio de alegría, se levantó y se fue corriendo. Intenté seguirlo, pero su zatrieb ya había hecho su maligno efecto en mí. Tropecé con mis propios pies y caí de bruces sobre el pasto húmedo, mientras que las primeras gotas comenzaban a espantar a las personas de la plaza. De pronto me di cuenta que mi familia seguía en la iglesia, así que intenté recordar por dónde había llegado, pero el licor había borrado mis recuerdos. Ahora sé que lo que hice fue tomar la via del Plebiscito, con el estómago ardiendo de estrés y las rodillas temblando de nervios. Lo que caminé sentí que fueron horas, incluso que la ciudad se derretía junto con mi pasar. Afortunadamente, no transcurrió mucho tiempo hasta que vi la cúpula de la Chiesa del Gesù, pero no recordaba cómo llegar a su explanada, así que tomé la primera calle a mi lado izquierdo, la via degli Astalli, flanqueada entre edificios antiguos.


Temía por mí: estaba en un país en donde a duras penas hablaban inglés y yo no sabía más palabras en italiano que las proporcionadas por la cultura pop. La lluvia comenzaba a caer, humedeciendo mi camisa que llevaba puesta; así las gotas me ayudaron a no verme tan sudado. La paz reinó cuando me encontré en una esquina familiar, la de la via di S. Marco. Como a mi lado izquierdo estaba el parque de la Piazza D’Aracoeli, el camino lógico era seguir por la derecha, y no pasó tiempo considerable para toparme con la via d’Aracoeli.


No di muchos pasos para encontrarme ya con mi familia, quienes salían de la iglesia y caminaban por su explanada totalmente vacía; el agua ya no caía del cielo y el calor volvía a latiguear a la ciudad. Ellos ni siquiera se dieron cuenta de mi ausencia, como si en mis pasos no hubieran transcurrido más de cinco minutos. Volví la mirada hacia atrás, con la duda si alcanzaría a ver desde ahí al bar Escopazzo. Y desde la lejanía, alcancé a vislumbrar a aquél sujeto barbudo y alegre, desmayado en las escaleras del local, como si nunca lo hubiera despertado.


 
 
 

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