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Petra

  • Foto del escritor: Juan Carlos Orozco
    Juan Carlos Orozco
  • 6 ago 2017
  • 5 Min. de lectura

―Señor, la Señora está accidentada… no respira… creo que se ahogó en el estanque ―fueron las palabras de Petra, en un lunes en la mañana.


El cadáver de la Señora contaba con un golpe duro en la nuca. La sangre había pintado de rojo el estanque que había en la parte de atrás de la casa, y los peces comenzaban a acercarse al cuerpo.


Tres días a la semana, lunes, miércoles y viernes, toma el camión desde el pueblo hasta la entrada del fraccionamiento, aquél que está trepado al cerro. Y si no consigue aventón de uno de los coches que van ingresando a la colonia, no tiene otra opción más que caminar durante cuarenta minutos, hasta llegar a aquella casa que parece que está abandonada.


Con cada paso de sus huaraches corroídos, las ampollas vuelven a sangrar y los dedos se le entumen. Cada quince minutos tiene que hacer una breve pausa antes de proseguir, con la intención de tomar un poco de aire y hacer presión en sus gastadas rodillas para que le aguanten otro pasito más, con la esperanza de no tropezarse con alguna piedra. Durante su caminar, las gotas saladas de sudor que emanan de su frente humedecen sus cabellos e ingresan en su boca, saboreando las gotas y mordiéndose el interior de sus mejillas hasta el punto de hacerlas sangrar. Cuando en su boca ya se encuentra suficiente sangre, sudor y saliva, lanza un escupitajo rojizo a uno de sus costados, y con su manga izquierda se limpia la frente y suelta un suspiro, de aquellos que sacan tantito del alma.


La Señora y el Señor con quienes trabaja son personas nefastas, pero su religión le impide odiarlos como lo merecen.


Cada mañana, de lunes, miércoles y viernes, la Señora le deja un poco de comida en un recipiente dentro del refrigerador, con una pequeña cinta en donde está escrito el nombre de Petra. Elle tiene prohibido tomar agua, ya que los Señores son los que la pagan y no viene incluida en sus prestaciones.


Si la Señora se encuentra de malas, no deja comida en el recipiente. Y si está aburrida, deja jamón echado a perder, pan tieso o verduras envuelta en cabellos. Y si no se la come, si la Señora encuentra todavía la comida en el refrigerador, la insulta. Le dice a Petra que es una desperdiciada y se la descuenta de su salario, porque no es justo hacer trabajar de a doble a la Señora. Así que Petra, como todas las mañanas en las que trabaja en aquel domicilio, lleva un recipiente extra.


Petra trabaja de nueve y media de la mañana hasta las tres, en las cuales tiene que barrer y trapear en cada una de las esquinas de la casa. El Señor siempre huye de su inocente escoba, la que va dando sacudidas por el suelo de la casa, y de vez en cuando la mira escondido entre las paredes. El Señor cree que es invisible, pero Petra puede verle, incluso cuando el borde de sus lentes o el filo de su nariz es el que sobresale de los bordes. Pero es mejor no decir nada, incluso fingir que ahí no está.


Los primeros días, Petra pensaba que el Señor era mudo. Pero con el tiempo pudo escuchar las horribles peleas que tenía con la Señora. La Señora lo regañaba por la manera en que miraba a Petra, “con unos ojos seductores y llenos de deseos”. Petra sólo iba a trabajar, pero ella gustaba del Señor. Su silencio la conquistaba, e incluso posaba cuando sentía sus ojos en la casa.


Había veces en las que la Señora decidía insultar al Señor. Le escupía a su comida frente a él y lo llenaba de injurias. El Señor sólo agachaba la cabeza, pero cuando Petra estaba lejos, podía escuchar cómo el Señor también le gritaba. Se odiaban, no eran un secreto. Y a veces se contentaban, se decían cariños y se mandaban besos acompañados de varios “te amo”.


A la Señora no le gustaban los animales. Decían que eran una plaga, así que los mataba. Ponía comida con clavos dentro y observaba desde su casa cómo se retorcían de dolor y escupían sangre los perros, o cómo los gatos eran envenenados con cadáveres de ratas. Ella reía silenciosamente, y Petra era la encargada de pasar con una manguera sobre la sangre que quedaba en la banqueta. Y cuando llegaba muy temprano, la Señora le pedía que tomara una pala y los metiera al bote de basura en una bolsa. Si eran perros grandes, le tomaba toda la mañana, así que prefería a los gatos envenenados que a los perros torturados.


Hubo un miércoles en que la Señora vio cómo el Señor le sonreía con un “buenos días” a Petra, y cómo ella se lo regresaba con cierto destello de enamorada. El viernes la Señora buscó a uno de los gatos asesinados el lunes, y colocó los intestinos en el recipiente para Petra. Le dijo que tenía que comérselo, que era un desperdicio si no lo hacía. La Señora no le apartó la mirada en ningún momento, mientras veía cómo a Petra le brotaban más lágrimas, provocándole arcadas. La Señora sonreía al ver cómo ésta se retorcía de asco y coraje, y sentenció sus palabras con un “El próximo miércoles no vengas a trabajar”.


El lunes, Petra decidió llegar más temprano de lo que generalmente lo hacía. Le pidió a su cuñado si la podía llevar antes a la casa donde trabajaba, así que llegó a las ocho. Petra tenía la llave, y por las luces que había dedujo que el Señor seguía durmiendo, y como la Señora tenía un pequeño estanque al fondo de la casa, supo que estaba alimentando a sus pececitos en las primeras horas de la mañana. Petra sacó de la camioneta una pala, con la excusa de que “La iba a necesitar para los trabajos que le encargaba la Señora”. Caminó hasta el fondo de la casa, y vio a la Señora de cuclillas, metiendo su mano a una bolsa llena de comida para peces. La Señora lloraba de alegría al ver cómo los peces comían, y el sonido de la pequeña fuente que había en los costados hacía el ruido suficiente como para que la Señora no escuchara que Petra ya había llegado. Petra dejó su bolso en un costado, tomó la pala y golpeó con todas sus fuerzas la nuca de la Señora, la cual cayó de bruces contra el agua, sin moverse.


Petra puso la pala con las demás herramientas y vio cómo las burbujas cada vez dejaban de brotar de la cabeza. Dio media vuelta y entró a la casa, barriendo la cocina y sacudiendo los muebles. A las diez de la mañana, el Señor se aproximó a ella y le indicó que la Señora aún no había bajado a desayunar, y que si podía ir al estanque para ver si todo estaba en orden.


Petra palideció y fue de nuevo al estanque, en donde, para su fortuna, la Señora seguía muerta.



 
 
 

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