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Vecinos

  • Foto del escritor: Juan Carlos Orozco
    Juan Carlos Orozco
  • 13 ago 2017
  • 5 Min. de lectura

Allá por las lejanías de Zapopan existe un fraccionamiento campestre en donde yo vivo (y que ahí tienen su casa), el cual lo denominaré como Pinewood of the Sale para no balconear a los vecinos que lo habitan. Daniel, un amigo mío, dice que aquí vive pura gente loca, incluyéndome.


I

Una de mis vecinas más próximas es una señora mitad judía, hija de un turco refugiado de la Segunda Guerra Mundial llamado Juan Eskenazi ―se cuenta que tenía un nombre tan difícil de pronunciar que optó por ponerse así. Ella es una persona coda. Y no dicho a la ligera como los que no redondeamos los centavos en el Oxxo o los que consumimos Carta Blanca en las borracheras, sino coda en toda la extensión de la palabra. No paga el agua ni las cuotas vecinales, y cada seis meses cambia de jardinero y de empleados. Cuando le toca pagarles la quincena ―lo cual hace en raras ocasiones―, pone los billetes en sal y se los arroja al suelo, y si le reclaman, les escupe. Y cada primavera, cuando los robles tiran sus hojas, las mete todas en una bolsa y las arroja por la barda hasta nuestro jardín. En venganza, cuando era adolescente yo y mis amigos le tirábamos las colillas de cigarro apagadas al suyo.


II

Hace poco me enteré que hay un grupo de franceses que viven por acá ―dos de ellos frente a mi casa. Semana con semana se juntan en alguna de las casas y se ponen de hablar de temas franceses, tales como vino tinto, el queso fino y las carnes frías, acompañados de chistes de québécois ―eso pienso, porque nunca me han invitado. El año pasado les dio por hacer un festival de jazz. Supongo que no tuvieron ganancia, ya que no se repitió. Yo no fui, porque me dio codo pagar trescientos pesos por un boleto que me incluía una miserable copa de vino.


III

La semana pasada asesinaron a una mujer, fue todo un circo. Cualquiera se alarmaría, pero tras vivir en Pinewood of the Sale durante tantos años, todo acontecimiento de ese tipo me hace sentir citadino. La señora era una tremenda desgraciada: no dejaba que sus empleados domésticos desayunaran en su casa, y cuando les permitía, les dejaba comida podrida en el refrigerador. Todo el tiempo peleaba con su marido, y hubo una ocasión en la que este ya no la aguantó. Una mañana llegó la que les ayuda a hacer el aseo, y el señor le indicó que su mujer no había bajado a desayunar, que si podía irla a buscar al estanque del fondo de la casa (él no podía ir porque se habían declarado la ley del hielo hacía unas semanas). La ayudante fue, y para su sorpresa, se encontró a la señora ahogada en el estanque con un fuerte golpe en la cabeza. Yo me aproveché de tal situación y escribí un cuento al respecto.


IV

Hay un tigre en el fraccionamiento. Es la mascota de una pareja de adultos mayores que lavan dinero de los Beltrán-Leiva (y no es que me conste, pero con esa mascota no es difícil de sospecharlo). Un día ese tigre se escapó de su casa y se metió a la de sus vecinos: se comió al perro. Sin embargo, dicen que la pareja es muy agradable.


V

Corre el rumor que los padres de un tal presidente municipal ―al que denominaremos como Lablo Pemus para no balconear― viven por acá. Nos prometieron más seguridad y el doble de vigilancia cuando su hijín entró en funciones. Yo nunca vi a los policías, pero supongo que por eso disminuyeron los robos.


VI

Una tía cuenta que un vecino suyo era un fiscal muy importante, y que sus guaruras se metían a robar a las casas de los demás. Nadie decía nada, o tal vez no convenía hacerlo. A lo mejor eran amigos de los del tigre.


VII

Hay veces en que corre una joven de no más de treinta años con una jauría de cinco canes sin correa por varias calles del fraccionamiento. Mi mamá, a quien no le sobran prejuicios, dice que está loca por tanta marihuana. Yo sólo sé que su papá, un sujeto que se parece a Santa Claus, sube a eso de las nueve de la noche desde lo más bajo del fraccionamiento hasta lo más alto, y ella lo espera en su camioneta a escasos treinta minutos a pie de la puerta. Mi hermana le ha dado rite al señor algunas veces. En cambio yo en una ocasión vez casi lo atropello.


VIII

Uno de mis tíos que también vive por estos rumbos tiene la costumbre de salir a pasear con su french poodle en las mañanas; de ida el perro camina solo y de regreso él lo va cargando. El perro se llama Peluso, y mis hermanas y yo creemos que quiere más al can que a su esposa. Tal vez lo deducimos porque él duerme en otra habitación con el perro, al que le dice “Ay, Pelus. Ay, Pelus” cuando le acaricia la parte de atrás de la oreja, mientras que a su esposa apenas y los buenos días le dice. Por esas razones creo más en el amor a los perros que el de pareja.


IX

Por un tiempo estuvo de moda matar perros en el fraccionamiento. Un loco dejaba comida envenenada en las calles y los pobres se la comían. Una vez tiraron un perro muerto en una barranca, y con los días los zopilotes empezaron a revolotear por esa zona. Un vecino vio desde lejos el cadáver y lo confundió con el de una persona, así que llamó a la policía y estos hicieron toda una labor de rescate para llegar hasta el peñasco en donde se encontraba el supuesto sujeto asesinado. No creo que se hayan reído de la situación cuando se dieron cuenta que no era así.


X

Mis papás cuentan que allá por los 90’s la gente creía que el bosque tenía cierta energía mística, lo que atrajo a personas muy curiosas. Un día mis papás estaban caminando por las calles ya de noche. Y cerca del bosque se encontraron con un grupo de jóvenes adultos con unas túnicas blancas y estrellas pintadas en ellas. Si yo los viera en la actualidad, diría que son fanáticos de alguna serie japonesa en vez de pensar que son parte de un culto.


XI

Taurus du Brasil tenía una casa por aquí, y su hija fue presidente de la asociación vecinal, ella es abogada. Renunció al poco tiempo, ya que la gente detestaba la manera en que administraba todo. Eso explica mucho de lo aquí escrito.


XII

Otro de mis vecinos más próximos es arquitecto y se llama “Armando” y su esposa “Pilar”. Lamentablemente no se apellidan “Casas”. Cuando sus hijos eran adolescentes, se jactaban de conocer de principio a fin todas las veredas del bosque. Una tarde les dio por irse de excursión. Se perdieron y ahí pasaron la noche. Al día siguiente los encontraron a diez minutos del fraccionamiento, temblando y llorando.


XIII

Uno de mis vecinos franceses solía ser una persona muy tímida. La vez que llegaron al fraccionamiento nos invitaron a su casa para presentarse. Él se escondió detrás de un árbol, pensando que no lo veríamos. El escondite no le duró mucho tiempo, ya que salió cuando mi mamá lo saludó con la mano. Tal vez le dijeron que los mexicanos no somos tan chidos como nosotros lo pensamos.



Me pregunto qué dirán ellos de mi familia. Espero que no se hayan percatado que mi papá tiene la costumbre de orinar al aire libre desde el balcón que da al bosque, o que cuando la casa está sola deambulo en ropa interior.


 
 
 

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