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La cantina de Babel

  • Foto del escritor: Juan Carlos Orozco
    Juan Carlos Orozco
  • 2 oct 2017
  • 4 Min. de lectura

―Dicen que las puertas son giratorias, que ahí se tiene que buscar.

―Es lo pegajoso del suelo, mientras más mugroso es mejor.

―Yo creo que hay que guiarse por la música, no puedes sólo entrar y esperar a que estés ahí.


Realmente nadie lo sabe, ni mucho menos se lo espera. Las personas caminan dando pasos torpes y desparramando sus bebidas, deambulando inocentemente por avenidas o calles. Puede ser un borracho andando solo, o un grupo buscando en dónde seguirla. Y no son necesariamente jóvenes, pero sí personas que transitan en la oscuridad y que lo encuentran bajo las luces amarillentas sobre asfalto.


Unos creen que al entrar son las drogas que pudieron o no haber ingerido por accidente. Otros que han caído en un sueño o que los que están mal son los de ahí dentro, porque a decir verdad ―y no es que me conste, pues yo sólo he escuchado rumores de amigos cercanos, contados con los dedos de una mano― es que todo ahí es una locura.


―Sobre la barra hay infinidad de botellas, de grappa hasta sake, y cuentan que también de zatrieb.

―Hay tantas que no se pueden contar.

―Sólo hay una botella de cada marca. Ni una se repite.


Y es verdad, porque ya me lo dijeron. No hay marca que se repita: lo único que varía son las cosechas y los tipos de alcoholes. Y no hace falta tener más de una, porque a pesar de ser servidas noche tras noches, copa tras copa, no baja el nivel de alcohol en las botellas. Y la cordialidad de los meseros, desde el barman hasta los de limpieza, es abrumadora. Te sonríen, incluso te desean las buenas noches. Te guían a tu lugar y te acercan la silla, poniéndote un pequeño mantel y portavasos. Y te esperan, no se mueven de la esquina, viendo todo el lugar como si fueran francotiradores, esperando, pacientemente, a que alces la mano y pidas lo que sea que quieras tomar. Y uno podría creer ―o al menos eso me sigo imaginando― que se perdería toda la quincena en tan solo un trago. Pero la realidad, es que ni un solo peso puede salir de tus bolsillos. Nadie te pide cooperación, ni siquiera propina. Y me han contado, cada uno en su propia versión, lo que te hacen si osas mencionarlo.


―Le escupen a tu bebida y te la reponen con otras dos, y bien servidas.

―Te recuerdan el diez de mayo y te dan botana de cortesía.

―Y si insistes, entre todos te cargan y te sacan de lugar.


Desde que era joven, he caminado buscándolo. Aún recuerdo la primera vez que decidí entrar ahí. Tenía dieciocho años y mi identificación que aseguraba mi mayoría de edad. Y de tantas tonterías que hice y pude haber hecho ―entre ellas afiliarme a un partido político en vez de comprar una pistola (mi mujer siempre me dijo que quién sabe qué le habría hecho más daño al país)― opté por empezar una travesía, desde las 8 de la noche hasta las 6 de la mañana, entrando y saliendo de cantina en cantina, esperando a que los meseros me recibieran cordialmente y me invitaran las copas. Pero esa noche aprendí que nadie quiera los borrachos. Y con el pasar de las horas el nivel de alcohol en mi sangre aumentaba y de peor forma era recibido en las casas etílicas del centro de la ciudad.


No volví a intentarlo ni escuché de aquél bar hasta pasados los años, en el departamento de un amigo. Entre brownies de marihuana y caballitos de mezcal, en uno de los grupos de personas que platicaban de sus historias de juerga, una mujer hablaba de las maravillas de aquél lugar al que había ido.


―Entré al café con la intensión de tomarme uno y avanzar en mi tesis. Pero al momento de empujar la puerta de vidrio, pude ver eso que cuentan los viejos borrachos en las sucias cantinas. Botellas y botellas. Bancas y bancas, casi todas vacías, y las que no, con rostros desconocidos descansados en los hombros encorvados y apuntando al filo de madera pegajosa y roñosa que soportaba sus ya pesadas extremidades. Reían a carcajadas sospechosas. Todos tomando botellas extravagantes. Quise salir, quise escapar. Pero la insistencia de los meseros me jaló sin la necesidad de tocarme, llevándome hasta la barra. Y sin importar cuánto me inclinara hacia el vidrioso horizonte, seguía viendo botellas. Botellas y botellas. Bancas y bancas.

―Y ni un peso me pidieron. Tomé y tomé. Reí. Hablé con los desconocidos, no hizo falta ni decir nuestros nombres ni de dónde somos. Todos ahí estábamos ahogados por la atmósfera del lugar. Todos ahí habíamos escuchado las historias de cantinas, de aquella cantina de Babel, en donde las botellas no se repiten ni tienen fondo. Todos sabíamos que estábamos en la verdadera perdición: porque al salir de ahí, ya que en algún punto tendríamos que hacerlo, ningún otro lugar en la faz de este planeta nos llenaría tanto como esas sillas viejas y pegajosas. Dejaríamos de ver con aprecio a los demás meseros, y todo menú de cualquier lugar se quedaría corto. Ya nada sería lo mismo.

―Salí. Salí del bar con lágrimas en los ojos. Y fuera de ahí me encontré perdida, a mitad de la nada. Por las direcciones que vi supe que me encontraba en una colonia de la periferia. Me fui como pude, y al ver mi reloj me di cuenta que apenas si habían pasado cinco minutos. Desde entonces no he vuelto a un bar, ni quiero entrar a un café. No sola, al menos. Porque la locura me ha terminado por consumir, con una amabilidad tan fugaz que ni me he molestado por decirle a mi terapeuta.


Y he de confesar que, sin importar cuántos años pasen, a cuántos bares entre, siempre tendré esa pequeña esperanza de que me inviten las bebidas ahí dentro. De tomar tanto y saciar mis ganas de embriagarme que pierda el interés tan constante de seguir saliendo. De desconocer a los empleados de todas partes y ver con indiferencia las cartas de vinos y los menús de bebidas.



 
 
 

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