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Los vapores de la olla

  • Foto del escritor: Juan Carlos Orozco
    Juan Carlos Orozco
  • 9 oct 2017
  • 5 Min. de lectura

No había viento. La arena se había comido cada rasgar de frescura que antes se esperara que acariciara los agrietados labios y la frente sudorosa, que adquiría una tonalidad oscura con la tierra que brotaba en una nube con el pasar de la mañana.


Poco se sabía de esa tierra árida que rostizaba al alba y enfriaba en el atardecer. Pero el clima nunca hacía que la niña despegara la vista de la ventana, con ojos escurridos de añoro, mientras el persistente aroma a frijoles que ya se había vuelto cotidiano cubría la casa. Era extraño si olía también a sal y tortillas chamuscadas, y si su madre llegaba a salir de esa cocina cubierta de granos, se percibía el cálido aroma del huevo frito. Pero la abundancia del frijol era consistente: llegaba a atiborrarse entre las esquinas de la casa y en las del pasar del tiempo.


Ver por la sucia ventana era lo único entretenido para la niña. Cuando su papá volvía del pueblo con su carreta llena de frijoles, ella era la primera en pegar el grito al cielo de su llegada. Pero para que él se pasara frente a la casa, podían pasar días, tal vez semanas. Era raro ver a otra persona pasar por su faz, allá por el horizonte. Y la certeza de que así fuese era de orden aleatorio. Tenía la esperanza de ver a más niños, corriendo hacia la casa con una sonrisa amplia, pero lo único que veía eran carrozas esporádicas con sus jinetes de ojos hundidos y labios apretados. Su madre le contaba en algunas ocasiones la peligrosidad de los hombres desconocidos, y cuando el calor de la olla de frijoles le calentaba a tal nivel la cabeza, comenzaba a hablar por hablar: le decía que una de aquellas chozas tiradas por caballos vendría por ella, por la niña de la mirada perdida, y se la llevaría lejos, en donde el horizonte se vuelve vertical. Y esto haría que su madre y su padre fueran felices, sin la carga de una escuincla que se comiera sus frijoles y no hiciera nada más que mirar al sol meterse en la plana eternidad. Y la niña no dejaba de sentir cómo la temperatura iba subiendo, y con el taciturno esperar rogaba ya a la tierra que no trajera a un hombre de tal envergadura y malicia que osara arrastrarla de las greñas y la trepara a su carroza andante, así descalza como se encontraba, con la arena tan caliente que le causara ampollas en la planta de sus pies, que estarían rasgando el suelo para no ser llevados.


Así que, cuando su madre en su locura le decía aquello, la niña sólo miraba al frente, pidiendo en voz quedita que no viniera nadie. Hacía guardia, desde el calor hasta el frío. Y cuando una carroza se acercaba, pegaba el rostro en la ventana tan cerca que la podía escuchar crujir. Pero nadie paraba en su casa, ni miraba en dirección a ella. Eso le calmaba, y procedía a despegar su rostro con el cuidado de no dejar la carne estampada en el vidrio y volvía a su tarea de observar a lo lejos.


Pero con el pasar del tiempo, el miedo fue quedando olvidado, hasta el punto en que sólo veía las carrozas con la curiosidad de la niña que era. Y esa tarde, en una en la que nada parecía fuera de lo común, en donde la arena seguía siendo diferente a la tierra y que el viento soplaba esporádicamente, la niña vio algo acercarse desde la distancia: un punto negro con paso lento. El aliento de la emoción que emanaba de la boca de la niña empañaba la ventana, y sin importar cuán caliente esta estuviese, pegaba aún más su rostro, volviendo a hacer que esta crujiera. Con el pasar del tiempo el punto cobraba forma en su andar, una carroza oscura halada por unos caballos flacos y viejos, con un jinete cabizbajo. La niña la siguió con la mirada, igual que haría con todas las que andan por allá. Pero la carroza se detuvo, como ninguna otra lo había hecho. No cargaba con frijoles, y realmente no traía nada encima, más que una pesadez que jalaba con los segundos. El corazón de la niña latía con fuerza, haciendo eco entre las paredes. El jinete levantó el rostro, un rostro oscuro bordeado de sombras miró hacia su dirección, sin nariz ni ojos que sobresalieran de la oscuridad bajo el sombrero empolvado. Cruzaron ambos el mismo espacio, compartieron una intimidad de punta a punta, y lapsos después, el jinete bajó la mirada y agitó las riendas, continuando su camino. La niña no despegó la mirada del vidrio hasta que la oscuridad de la noche enfrió la ventana y pudo quitar el rostro de ahí sin lastimarse. Ambas faces estaban congeladas.


La niña no durmió, tenía el oído atento en espera de cualquier relinchar de caballos o crujir de ruedas. Pero nada sonó, ni los coyotes entre las montañas ni el graznar de los curvos en los abismos. El sol salió finalmente, y el calor emanaba como toda mañana. La niña temía que si no miraba por la ventana el jinete vendría sin invitación alguna de nuevo.


Y su madre, en el calor de los vapores de la olla le gritó: “Ya vienen por ti, cabrona. Ya le dije que viniera por ti y jalara de tus pegajosas greñas hasta las escaleras de la carroza. Le dije que te amarrara de las patas y que te arrastrara, a ti, la muy canija. Y así será porque así se lo dije”. La niña supo que tenía que ver, porque así le dijo que iba a pasar. Esa mañana no dudaba de las palabras de su madre, sonaba con una frialdad reconocible. Tal vez si no apartaba la vista del horizonte el jinete no se animaría a acercarse, por miedo a que ya lo esperaban.


Pero al momento de posar sus nalgas en aquél banquito lleno de astillas que le calcaba los huesos, vio el punto acercarse. Su corazón latía a la misma intensidad a la distancia que se encontraba la carroza, haciéndose más fuerte mientras esta se acercaba. Poco a poco la figura empezó a tomar la forma de lo que la niña esperaba que no fuera. Los caballos se veían más flacos y el sombrero tenía más tierra apilada en los bordes. Los caballos no relinchaban y las ruedas no levantaban la arena del caliente suelo. Y cuando se detuvo frente a ella, el jinete volvió a alzar la mirada y esta vez la niña pudo verle el rostro y le reconoció. La niña comenzó a temblar.


El hombre soltó las riendas lentamente y bajó de un salto de la carroza. Caminó hacia la casa con un paso firme, cuyas pisadas eran unísonas con el latido de su corazón. La niña pavorosa despegó el rostro velozmente de la ventana que crujía, y sintió cómo parte de la carne de la faz quedaba impregnada en el vidrio hirviente. Corrió y se escondió debajo de la mesa de la cocina, y su madre no dejaba de preparar los frijoles, siendo azotada por los vapores de la olla. “Ora sí ya te cargó la chingada, mija”, dijo la madre sin dejar de mover la cuchara.


La niña colocó su dedo índice en posición vertical sobre sus labios e hizo un sonido para pedirle que guardara silencio. Ella escuchaba los pasos aproximarse hacia la puerta, y vio como la manija mostraba indicios de que estaba siendo forzada. Se estaba orinando encima y temblaba de frío, esperando a ver qué salía del caliente exterior.


La cerradura cedió y la puerta se abrió lentamente, y de esta entró el mayor temor de la niña.


 
 
 

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