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Archienemigos imaginarios o por qué no debieron de haberme dado licencia

  • Foto del escritor: Juan Carlos Orozco
    Juan Carlos Orozco
  • 30 oct 2017
  • 5 Min. de lectura

Toda persona debería constar de enemigos y archienemigos. Los Bush tenían a los pueblos árabes, Hitler a los judíos, Bill Clinton a la fidelidad, Calderón a las cubas sin hielo y Francisco de Quevedo a Luis de Góngora. Depende de cada individuo la cantidad de rivales con las que cuente. Yo no me considero una persona problemática, pero mi lista es larga y totalmente fundamentada. Y todos son imaginarios: imaginaros porque no son individuos a quienes pueda culpar libremente, sino pequeñas astillas clavadas en la planta de los pies. Todos mis enemigos imaginarios son un canal a mi gran y temible archienemigo.


La maldición de Page y Brin

En primer lugar se encuentra Google Maps, la aplicación del demonio. Todo aquél que se haya subido a un carro que yo manejo sabe que me pierdo con mucha facilidad, y cuando me lo denotan, les explico mi trágica relación con el mapa digital desarrollado por Larry Page y Serguéi Brin en 2005. Siempre he descrito a Google Maps como una ex pareja que está empeñada por joderte la vida lentamente. En un principio éramos muy felices, la usaba de manera regular, hasta que me di cuenta que consumía muchos datos. Dejé de usarla tan seguido, además de que empecé a moverme por la ciudad sin necesitarla. Poco a poco fui volviéndome independiente, tan así que prefería perderme y encontrar solito el camino. Y fue cuestión de tiempo para quererla volver a usar, y la muy desgraciada me mandó ―porque fue su culpa y no mía― por una ruta que me hizo rodear más de lo debido. Muchos dicen que es inmaduro de mi parte culpar a una aplicación por mi tremenda falta de geolocalización. Quiero creer que están equivocados y la del problema es la app.

Probablemente el problema radique en que la aplicación está empedernida en llevarme por calles en sentido contrario, o que hace que dé vueltas totalmente innecesarias, retrasándome varios minutos en mi trayecto. O tal vez el del problema sigo siendo yo, al no aprenderme las calles de esta ciudad que sin duda no fue hecha para manejarse ―y si no fue para eso, quién sabe para qué―. Yo seguiré creyendo que Page y Brin lograron espiar los mensajes de odio que lanzo hacia ellos y ahora quieren hacerme sufrir.


¿Quién dejó esta carretilla llena de caguamas a mitad de la calle?

Ciertamente yo soy un conductor algo imprudente. De vez en cuando ―e insisto que he disminuido este hábito que ha hecho que me regañen en múltiples ocasiones― leo en el tráfico. En mi defensa es más redituable que estar en el celular. Sin embargo, el leer en el tráfico no me lleva a la imprudencia que “conduce” a mis otros archienemigos: los topes. Pero no todo tipo de topes, sino aquellos que parece que hicieron con la intensión de que ningún coche pasara. Si tuviera que decir y culpar al ejército de topes a los que me refiero, señalaría con la punta de mi dedo índice a los de la colonia Las Águilas.

Es decir, parece que llegó alguien en estado de ebriedad a mitad de la madrugada con una carretilla de cemento y la volcó a lo ancho de donde se le dio la gana, la medio acomodó con una pala para formar una barrera y creó una pinche muralla china, en la que literalmente debes de reducir la velocidad a unos 2.5 km/h para pasar sin raspar tanto la parte de debajo del auto.


Yo habría sido un excelente hobbit

Nunca hay que olvidar la gran hazaña que hizo Frodo Bolsón junto con el intrépido Samsagaz Gamyi al llevar el anillo de Sauron hasta Mordor estando totalmente descalzos.

Si supiera básquetbol, sería miembro del equipo de los niños trikis. Es irónico porque soy una persona alta y soy relativamente pésimo en todo lo que tenga que ver con una coordinación de extremidades y ojos. Pero lo que me hace desear ser parte de un equipo de niños descalzos, es mi ferviente odio a los zapatos. Niccolo Longman los describe en su famoso y aclamado y breve ensayo, Mil razones para odiar el petulante calzado europeo, como aquella barrera que separa la planta de nuestros pies de la realidad, siendo así la razón por la cual hay tantas desgracias en el mundo occidental. Y es cierto: son prisiones que estrangulan nuestros pies y los limitan a su sano crecimiento como partes de nuestro cuerpo. Pero claro, no puedo ir descalzo por la vida, me tacharían de ridículo. Yo acostumbro a manejar descalzo, lo que ha generado burlas por parte de los que me rodean ―y me han dicho que es una costumbre de señora copetona que se quita los tacones cuando maneja.

Y es cierto porque lo he vivido. No hay peor sensación que estar encerrado en un cuarto pequeño, sólo basta imaginarlo para que todos seamos claustrofóbicos. Ahora que alguien por favor piense en lo que sufren nuestros pies, viviendo como monjas de convento, cubiertos hasta el cuello y sin poderse desarrollar libremente. Si tuvieran mentalidad propia, se decretaría que son sujetos de derecho con capacidad de goce y disfrute, tendrían representantes jurídicos y estarían contemplados en tratados internacionales que velarían por el desarrollo libre de su personalidad. Y si no quisiéramos reconocerlos, quién sabe a dónde nos llevarían en el andar. Nos meterían en problemas: nos llevarían a cantinas de mala muerte en altas horas de la madrugada, patearían a los niños de las demás personas o harían que saltáramos de puentes y edificios. No, los pies son de temerse, por eso tengo a los míos felices y los cubro cuando hace frío con suaves calcetines que no los irritan.

Yo habría sido un excelente hobbit.


La raíz de todos los males está a media cuadra de aquí

Y así es como mis enemigos imaginarios me llevan al gran archienemigo, quien siempre estuvo ahí, obligándome a usar aplicaciones que me pierden en la ciudad, no dejándome manejar agüsto ni permitiéndome leer, raspándose con los topes de Las Águilas: a quien me refiero es al temible automóvil, cuya invención que ahora usamos se le atribuye al maquiavélico John Ford. Odio los coches, los conductores y en especial a los conductores tapatíos que muchas veces no saben (¿o sabemos?) manejar.

Los autos son malos. Aceleran cuando ven que hay cámaras, se estacionan en líneas amarillas sin avisarte o peor: en lugares en donde te cobran muy caro aunque vayas sólo de pasada. Luego se avientan contra los baches y se ponchan sus propias llantas (que además cada uno tiene su tamaño particular) y se pasan los altos. Se ensucian por dentro y por afuera, nunca se les acaba el hambre de gasolina (que está bien cara) y exigen ir al servicio cada tanto a que les hagan su propia limpia. Luego hay momentos en los que deciden no arrancar hasta que viene otro amigo suyo, si es que no se enojan con otro vehículo y optan por estamparse contra este.

Llevo manejando desde los quince años y a los dieciocho me dieron mi licencia de conducir. Pero creo que no debieron de haberlo hecho, ya que cuando hice el examen no me sabía estacionar ―lo logré en el segundo intento― y en el examen escrito me repitieron la misma pregunta dos veces: saqué ocho de diez, no sé si saqué mal la pregunta dos veces, para colmo. Sin embargo, ya que estudio en una esquina de la ciudad, en otra vivo y en otra más vive mi novia, no tengo de otra más que seguir siendo un pésimo conductor. Pero prefiero batallar con el coche que tener chofer, porque si no manejo, me mareo; a mí mejor denme un teletransportador como el de Star Trek.


 
 
 

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